Durante el largo vuelo, y en tantas otras ocasiones, Tulio Arvelo había pensado en la muerte, en lo que les esperaba al bajar del Catalina. Morir era, desde luego, un riesgo calculado, pero Tulio Arvelo nunca pensó que moriría. Se preocupaba por sus compañeros más cercanos y queridos.

«Fueron muchos los pensamientos que ocuparon mi mente, no importaba cual fuera la tarea que realizara. No podía dejar de pensar en cual sería el destino de aquellos doce hombres cuya meta común era el derrocamiento de la tiranía trujillista. Pensamientos como los siguientes no podía separar de mi mente: ¿Cuántos morirían en la empresa? ¿Cuál sería su resultado? ¿Qué sería de nosotros dentro de dos o tres días? Sentía una especial preocupación por algunos de los compañeros en particular. ¿Qué sería de Gugú? ¿Qué de Miguelucho? Cosa rara, que después recordaba con toda claridad y que comentaba en círculos íntimos: en ningún momento me pasó por la mente que yo pudiera morir en el lance. Lo mismo me dijo en algunas ocasiones Miguelucho mucho después de que pasó todo». (1)

Muy pronto —desde que escuchó, en la voz de José Rolando Martínez, la noticia de que el avión iniciaba el descenso—, dejaría de pensar en eso para disponerse a la acción, Con anterioridad, una vez que hubo dado las informaciones e instrucciones pertinentes, el comandante Ornes procedió a la lectura de un manifiesto que debía ser distribuido al pueblo y pronunció una breve arenga que enardeció los ánimos. A partir de ese momento todos habían quedado a la expectativa, en ansiosa espera de la señal de que la hora cero había llegado. Ahora José Rolando Martínez lo confirmaba, se lo había dicho uno de los tripulantes en inglés y él había hecho la traducción: «Prepárense que ya el avión está descendiendo y dentro de pocos minutos se tirará en la bahía». (2)

El aire se puso denso y se puso tenso, casi irrespirable, y la adrenalina correría por las venas. No había tiempo que perder y no lo perdieron. Los doce inminentes guerrilleros se ataron a unos cinturones que había en las paredes y se prepararon para el descenso. Por algún motivo, el avión sobrevoló primero el poblado y dio un par de vueltas con las que consiguió alborotar a sus habitantes y emprendió el descenso. Todos, en esos momentos, tenían de seguro el corazón en la boca. Además, contrario a lo que se esperaba, el amarizaje los sorprendió por su brusquedad. Dice Tulio Arvelo que se sintió como si el hidroavión (inmerso en la más completa oscuridad) se hubiera precipitado desde una gran altura y cayera de golpe sobre el agua. En ese trámite Tulio Arvelo perdió su preciosa gorra y no la volvería a recuperar.

Para mayor asombro, según lo que cuenta el mismo Tulio Arvelo, la gente del poblado de Luperón los recibió con una cordial bienvenida:

«Debido a que el hidro-avión había dado dos vueltas sobre el poblado antes de amarizar, sus habitantes se habían puesto alerta a causa de lo inusitado del acontecimiento. De manera que cuando el aparato tocó agua la mayoría de la población se encontraba en el embarcadero que penetraba en la bahía. Cuando me solté el cinturón de seguridad y miré por una ventanilla, el espectáculo que presencié fue verdaderamente inesperado. Varios cientos de personas nos vitoreaban desde el pequeño muelle.

»Las circunstancia de ser domingo, día en que se celebraban conciertos de música popular en el parque del pueblo, hizo que se pudiera reunir tanta gente en tan corto tiempo, la que corrió al embarcadero cuando se supo que el aeroplano había amarizado en la bahía. Según me enteré después era la primera vez que tal hecho ocurría en toda la historia de ese poblado». (3)

Evidentemente ninguno de los curiosos pensaba en ese momento que se trataba de una invasión, de un repatriamento armado. Aquel avión y aquellos hombres tenían que pertenecer al ejército de Trujillo, a las fuerzas armadas, y desde el primer momento mostraron el deseo de colaborar con ellos.

«La presencia de esas personas —dice Tulio Arvelo— fue por el momento favorable para nosotros puesto que de inmediato se percataron de que sin su ayuda nuestra nave no se podría acercar al embarcadero. Se aprestaron a auxiliarnos utilizando un bote que llegó hasta la cabina de la tripulación. Desde allí se le tiró un cable con el que fuimos halados hasta pegarnos al muelle». (4)

El idilio entre los expedicionarios y los lugareños no duraría, sin embargo, mucho tiempo. Estaba basado en un equívoco y Gugú Henríquez se encargaría de romper el encanto.

Los primeros que desembarcaron fueron Horacio y Gugú, en compañía de Alejandro Selva, Alberto Ramírez, Hugo, Miguelucho, Alfonso Leyton y José Féliz Córdoba Boniche. A ellos les correspondía iniciar la acción armada. La idea era tomar el pueblo, tomar la oficina del telégrafo, someter a las autoridades, vencer la resistencia, tomar la plaza, que estaba mal defendida. Los demás, los cuatro restantes, con ayuda de la tripulación y gente del pueblo, se ocuparían de trasladar las numerosas armas al muelle, cosa que no era tarea fácil.

Después de tomar la plaza, que no parecía ser difícil, dispondrían de medios motorizados que les permitirían rápidamente transportarse al lugar de encuentro con la gente del Frente Interno, a unos treinta kilómetros de distancia. Todo lucia perfecto en los planes.

Por desgracia, en cuanto la avanzada guerrillera puso un pie en el muelle, los curiosos empezaron, quizás espontáneamente o quizás por precaución, a gritar vivas a Trujillo, vivas al Jefe, vivas a la bestia que los guerrilleros venían a combatir. También mostraban, nerviosos, las cédulas de identificación personal, una especie de imprescindible pasaporte para poder viajar de un lado a otro del país. Las dichosas cédulas sin las cuales nadie era gente bajo la avasallante dictadura. Las cédulas que había que mostrar cuando cualquier autoridad las requería, so pena de caer preso. Mal preso.

Aquello resultó ser demasiado para Gugú Henríquez, que estaba a punto de explotar y explotó.

Gugú se enfrentaría desafiante a la masa de vociferantes y dijo algo que de seguro había soñado con decir en su país y en voz alta desde hacía mucho tiempo. Algo que los dominicanos se tenían que tragar todos los días y él no se tragaría.Total, en esos momentos se disponían a atacar a las fuerzas del orden, es decir a los guardias o policías encargados del mantenimiento del terror, y revelarían de inmediato el motivo de su presencia en ese lugar. Ya no había nada que perder.

De modo que fue Gugú —como dice Tulio Arvelo— «El primero en romper el hielo». Fue él mismo «Gugú quien se encaró con dos o tres que se le acercaron con las cédulas en la mano y les dijo: “Esta es una invasión. Abajo Trujillo. Viva Horacio Vásquez”». (5)

Lo de Horacio Vásquez es algo que seguramente no se entendería entonces y no se entiende todavía, pero lo de «Abajo Trujillo» provocó una conmoción, provocó momentáneamente estupor y provocó de inmediato una estampida.

Se había roto el encanto. La gente emprendió la huida, una huida atropellada, desordenada, se disparó corriendo en todas direcciones, hasta el punto de que algunos tuvieron la ocurrencia de tirarse al mar, quizás sin saber nadar. Aquellos hombres armados con fusiles y ametralladoras ahora causaban espanto y nadie quería estar cerca, a excepción de unos pocos que se quedaron para ayudar. Esos sabían a qué atenerse. Evidente eran desafectos al régimen y tenían valor para evidenciarlo, a sabiendas de que podían pagar la osadía bien cara. Como en efecto pagaron.

Mientras tanto, la avanzada guerrillera se adentró en el pueblo, un típico pueblo dominicano con callejas apenas iluminadas por una luz mortecina, y muy pronto se escucharon los primeros disparos. Unos lentos disparos en principio…

(Historia criminal del trujillato [128])
Notas:
(1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs. 156, 157
(2) Ibid., p. 165
(3) Ibid., pgs. 165, 166
(4) ibid., p. 166
(5) Ibid., p. 167