Si hay dos factores objetivos que nuclearon a los golpistas contra el gobierno del PRD encabezado por Bosch fueron que él férreamente defendía la soberanía nacional y la pulcritud en el uso de los recursos públicos. Eso era imperdonable para todos los actores que sumaron sus voluntades para derrocarlo, además de unos cuantos tontos movidos por resentimientos personales y otros por considerarse parte de una élite que únicamente existía en sus mentes deformadas. La dictadura de Trujillo fue la más corrupta en toda la historia del país y posiblemente del continente latinoamericano. Con el tirano aprendieron a robar muchos de los que después se auto adjudicaron el derecho a dirigir esta sociedad como si fuera una finca particular. De Trujillo aprendieron y siguen aprendiendo la horda de ladrones de todas las facciones partidarias que han saqueado el erario.
La corrupción pública y privada es un cáncer que aniquila el Estado de derecho, la democracia como sistema de gobierno y la construcción de una económica de mercado de libre competencia. Es tan claro a los ojos de Bosch las perversiones asociadas con la corrupción que ya en 1964 afirmaba: “En los países de la América Latina, con muy pocas excepciones, gobernantes y gobernados ejercen la corrupción en la forma más natural, y la corrupción no se limita al robo de los fondos públicos, sino que alcanza a otras manifestaciones de la vida en sociedad. Al tomar el poder en la República Dominicana, el régimen democrático tenía que esforzarse en moralizar el país o se exponía a que la inmoralidad acabara con la democracia” (Bosch, 2009, v. XI, p. 215). Moralizar el país como lo señala Bosch es llevar a los tribunales a todos los funcionarios que se descubran robando al pueblo y también a las iniciativas privadas que se articulan en base al dolo y el engaño. Moralizar también es educar en el cultivo de la honestidad e integridad, promoviendo aquellos individuos que demuestra pulcritud en sus acciones y denigrando públicamente a los que cometen fechorías, aunque tengan grandes fortunas o poder político. Precisamente con el caso Trujillo se jugaba la carta clave en ese proceso, ya que para muchos actores sociales –golpistas en su mayoría- el déspota no podía ser denigrado, aunque las evidencias brotaran en grandes caudales.
En Crisis de la democracia de América en la República Dominicana muestra una de las articulaciones que existían para promover la corrupción en el manejo del gobierno dominicano: “En el país funcionaba un llamado plan de emergencia; éste consistía en emplear algunos miles de hombres para que hicieran trabajo de limpieza en las cunetas de las carreteras. La erogación alcanzaba a un millón doscientos cincuenta mil pesos cada mes, esto es, quince millones al año, y por cierto, esa suma no figuraba en el presupuesto, de manera que había que sacarla de dónde apareciera. (Este dato puede dar idea de la forma en que se elaboraba y funcionaba el presupuesto nacional. El de 1963 había sido aprobado tres meses antes por el Gobierno del Consejo de Estado). El plan de emergencia se pagaba quincenalmente, o debía pagarse quincenalmente, porque cuando el Gobierno democrático tomó el poder había un atraso de cuarenta y cinco días y además se debían dos meses del año anterior; el sistema de pagos era a base de tarjetas: a cada trabajador se le daba una tarjeta en que constaba cuántos días había trabajado, y desde la Capital se enviaba el dinero para rescatar las tarjetas. Como el país estaba dividido en varios distritos de obras públicas, los pagos se hacían en las sedes de los distritos” (Bosch, 2009, v. XI, p. 215-216). No hay que hacer esfuerzo para descubrir que ese tipo de modelo de repartición de fondos de forma discrecional y con una estructura que estimulaba el dolo se sigue replicando desde el régimen trujillista hasta la actualidad y muchos de los casos que están siendo judicializados responden a ese mismo patrón.
Casi es posible ponerle la fecha actual a ese modelo y muchos indicarían que es preciso el dato. Afirma nuestro autor que: “Este fraude era el más generalizado. Cuando Trujillo alcanzó el poder, en 1930, el país tenía una Dirección General de Suministros del Estado y las compras se hacían por subasta pública; cuando murió el dictador, cada Ministerio compraba lo que le hacía falta, cada departamento pedía al comercio lo que necesitaba, y como se hizo común y corriente que los comerciantes del país y sus agentes del exterior dieran el diez y el quince por ciento, en efectivo, del total de la compra al encargado de hacerla, el Gobierno democrático se encontró con un hábito de comisiones que había llegado a extremos escandalosos; a menudo, un departamento compraba cosas que no necesitaba sólo para que hubiera comisión, otro se hacía subir expresamente el precio de los artículos para que la comisión subiera, otro se las ingeniaba para echar a perder equipo nuevo a fin de justificar una compra que a su vez permitiera cobrar comisión” (Bosch, 2009, v. XI, p. 217-218). Todo ese desorbitante mundo de la corrupción pública dominicana que Bosch comenzó a enfrentar durante su gobierno beneficiaba a tantos actores militares, civiles, empresariales, inversionistas extranjeros y de diversos actores sociales, que al unísono todos argumentaron el anticomunismo para derrocarlo y así poder seguir extrayendo el sudor de pueblo dominicano para engrosar sus fortunas.
No soy el primero en decirlo, pero si alguna vez hacemos un examen hondo de la mayor parte de las fortunas dominicanas (grandes, medianas y pequeñas), familiares y personales, y las grandes transferencias de recursos del suelo dominicano a bancos extranjeros, la mayoría, y de manera muy mayoritaria, no soportarían la prueba de la pulcritud y honestidad. A eso Marx lo llamaba la acumulación originaria o primitiva del capital, que siempre se articuló en base a la explotación y la sangre de los trabajadores, y en muchos casos de pueblos enteros. La moralidad de las fortunas existentes alguna vez deberán pasar la prueba de la pureza de su origen y construcción.