El anticomunismo fue el núcleo ideológico de la guerra fría desde la óptica de los Estados Unidos y sus aliados. La ambigüedad de su significado devela que el objetivo central no era defender la democracia o el libre mercado, como podríamos suponer por el concepto, sino la justificación de toda acción política, económica, cultural o militar para enfrentar toda amenaza –real o figurada- a los intereses geopolíticos del Departamento de Estado de Estados Unidos o los intereses económicos de la burguesía norteamericana en su dimensión global. En la medida que el armamentismo se convirtió en un gran negocio bajo la sombra del anticomunismo, surge el llamado complejo militar-industrial, que pasó a ser el poder económico detrás del Pentágono, la CIA y el Departamento de Estado. El presidente Eisenhower, en su discurso de salida de la Presidencia, llamó la atención sobre el peligro que la democracia estadounidense pasara a ser una pantalla vacía de contenido y que el verdadero poder estuviera en manos de quienes fabricaban armas. El libro de Bosch El pentagonismo sustituto del imperialismo explora ese tema.

En el seno de la sociedad norteamericana el anticomunismo generó una histeria contra todas las expresiones culturales que cuestionaran el american way of life o propusieran visiones distintas a los discursos oficiales. El senador Joseph McCarthy se volvió la figura central de una cacería de brujas contra la industria cultural y los escritores norteamericanos que eran críticos con el status quo. Semejante a la locura actual del trumpismo y sus aliados religiosos integristas y seguidores de movimientos basados en “teorías de conspiración”, el macartismo llevó a la sociedad norteamericana a un estado de agitación donde el racismo, la misoginia, el antisemitismo y la xenofobia fueron la norma para juzgar a quienes se consideraban traidores por ser “comunistas”. Es en ese contexto que ocurren magnicidios en el seno de Estados Unidos para proteger los intereses de esa industria, sobre todo en torno a las ganancias que les dejaba la agresión contra Vietnam: los hermanos Kennedy, Martin Luther King, Malcom X y hasta John Lennon.

Analizando el golpe de Estado del 1963 y la importancia que tuvo el anticomunismo en su justificación, Bosch plantea algo esencial. “Hubo un periodista norteamericano, nada menos un Premio Pulitzer, que dedicó toda la energía de su alma a llamar comunista al Gobierno que yo presidía. Entregó su vida, durante siete meses, a la tarea de destruir una democracia. Llegó a decir que CIDES, una institución establecida expresamente para formar conciencia democrática en la República (…), había entrenado nada menos que diecisiete mil guerrilleros comunistas. Nueve meses después de haber sido derrocado el Gobierno, las fuerzas armadas y la policía dominicanas no habían podido presentar al mundo uno solo —o una parte de uno solo— de esos diecisiete mil guerrilleros. ¿Para quién trabajó ese Premio Pulitzer? ¿Y para quién trabajó la poderosa cadena de periódicos de los Estados Unidos que pagaba a ese periodista? ¿Para quién trabaja, en esta hora del mundo, el que mata una democracia?” (Bosch, 2009, v. XI, p. 158). El periodista era Jules Dubois quien fue considerado en 1977 por el New York Times como un agente de la CIA y que trabajaba para el Chicago Tribune como corresponsal para América Latina. Detrás de su inquina contra los esfuerzos para construir una sociedad democrática en la República Dominicana se hallaban los inversionistas norteamericanos que preferían un Trujillo o su equivalente para salvaguardar sus intereses en nuestro país. Usualmente nos fijamos en los criminales que matan personas, comunidades, pero no nos fijamos en quienes matan democracias, con el caso de Guatemala y de República Dominicana Dubois encaja perfectamente como un genocida de democracias latinoamericanas.

Para Bosch tanto el comunismo como el anticomunismo son enemigos de la democracia. En el caso latinoamericano es un tema que le preocupó toda su vida. “La democracia latinoamericana es constitucionalmente débil a causa de la debilidad de las estructuras sociales en los países americanos; pero esa debilidad es mayor debido a que sobre todo el continente —tal vez con la excepción de Canadá, México, Costa Rica y Uruguay, pero no con la excepción de los Estados Unidos— se ha estado propagando sistemáticamente el miedo al comunismo sin explicar qué es el comunismo; se ha creado en forma artificial un miedo difuso a algo que cada quien identifica con aquello que menos le agrada o que menos se ajusta a sus deseos; así, comunismo puede serlo todo, y todo puede ser comunista: un gobierno, un libro, una canción, un partido político, y a menudo un régimen democrático con todas las de la ley. Ese miedo ha sido creado y difundido deliberadamente por aquello de que “el miedo guarda la huerta”, y deliberadamente se rehúye explicar a los pueblos qué es la democracia y qué es el comunismo, porque si se explican ambas cosas se corre peligro de que los pueblos sepan que dentro del sistema democrático pueden lograr beneficios que hoy se adjudican a sus explotadores” (Bosch, 2009, v. XI, p. 158-159).

Es evidente que, en los 60 del siglo pasado y en el momento presente, las fuerzas políticas y económicas que se oponen a una democracia plena y la prosperidad material y espiritual de todos los pueblos, incluido Estados Unidos, difunden miedo y terror, mentiras y mitos, para acosar a todos los que reclaman derechos y la construcción de sociedad más equitativas. Sus enemigos son los pobres, los emigrantes, los negros, los jóvenes, las mujeres, los niños y todos los que no se sometan al sistema de enriquecimiento desquiciado del gran capital que demanda la explotación de todos esos sectores.

Concluyo con la reflexión de Bosch sobre el daño que hace la ideología del anticomunismo. “La acusación de comunista truena en periódicos, en estaciones de radio y televisión, en revistas, conversaciones, púlpitos, corrillos, y se lanza como una catapulta contra cualquier intelectual o político que ose predicar la menor reforma. Esa acusación crea una falsa opinión pública, la que se ciñe a los grupos de mando de estos países; pero aun siendo falsa —porque es la de una minoría—, resulta suficiente para justificar el asalto destructor a la democracia y, sobre todo, para darle aspecto de justicia a la persecución de que son objeto los intelectuales y los políticos que desean un cambio en la situación de nuestros pueblos. Con tal acusación, sostenida en todas partes y por todos los medios, se ha logrado crear una falange fanática que nos hace evocar el celo ardiente de Savonarola y la locura criminal de Adolfo Hitler” (Bosch, 2009, v. XI, p. 159).