Ni idea tengo sobre alguna fórmula para frenar la delincuencia callejera que gana terreno en todos los rincones del territorio nacional, si no es con la participación activa de la comunidad.

El reclamo de medios y formadores de opinión, sin embargo, siempre ha sido orientado hacia el Estado, con énfasis en el Poder Ejecutivo o gobierno central como único responsable.

Pero las autoridades son las grandes culpables, por su histórica mirada reduccionista a un problema estructural que requiere abordaje integral con la gente como protagonista del proceso.

Son diversas las causas de la plaga de malhechores que nubla a la sociedad: el empobrecimiento progresivo, el hacinamiento insufrible en los barrios, carencia de espacios para el ocio y el deporte, la falta de viviendas dignas; el limitado acceso a servicios básicos como agua potable, electricidad, salud, educación; el desastre de las calles, aceras, contenes, si hay; la escasez de empleos.

Frente a ese sombrío panorama, el narcotráfico y otras mafias, que leen a la perfección la grave vulnerabilidad que el sistema ha construido en los “hijos de Machepa” y diseñan sus estrategias para sumarlos a sus fines. Las narconovelas y otros culebrones audiovisuales, que presentan una falsa imagen del bienestar, enseñan la metodología del submundo del dinero sucio y las técnicas de matar humanos desde la manera más sutil hasta la más descarnada para mandar algún mensaje. La corrupción administrativa y la demagogia de políticos que, con su comportamiento altanero y bañados de lujo, van por ahí desparramando rabia en la gente. El sistema económico y político, que -a través de los instrumentos de información colectiva- inocula en el imaginario social los estilos de vida que se deben llevar a pie juntillas, si se quiere gozar de prestigio, respeto, reconocimientos y apologías mediáticas.

A través de la televisión, la radio, los impresos y las redes sociales se ha instalado como referente de seriedad y nombradía al sujeto que hace galas de boato; aquel que habita mansiones y fincas de esparcimiento; recorre en costosos coches por las avenidas, vestido de los famosos diseñadores del mundo. El modelo dominante de hombre serio y digno es aquel que se desplaza con caminar acartonado escoltado por una trulla de cortesanos, sin importar cuan manchadas de sangre y robo estén sus manos.

La resultante ha sido la siembra de desesperanza en la sociedad. Sobre todo, en los jóvenes, que se frustran al verse imposibilitados de responder siquiera mínimamente al parámetro de hombre y mujer de éxito que le han fijado en el espejo social.

Para descubrir su desencanto, bastaría un minuto de conversación con ellos. Quienes tienen el privilegio de hacerse de una profesión, plantean marcharse del país a probar suerte; quienes no, dicen: “Me la voy a buscar aquí”.

En esa frase polisémica está implícita la decisión de conseguir dinero aun sea al precio de vidas ajenas o suyas para responder a las potentes exigencias del mismo sistema que les engendra, pero que les niega las oportunidades desde que anidan en las barrigas de las madres.

Dejarse involucrar en el negocio del microtráfico o participar en atracos y asaltos a mano armada en calles, carreteras y viviendas son solo dos de los caminos tenebrosos expeditos para la juventud excluida.

Y la corrupción policial favorece. Policías y guardias, grandes y chiquitos, son parte de los clanes. Asesoran, participan, prestan armas e informan sobre operativos para cobrar peajes cuyos montos dependen de rangos.

La zozobra está plantada. El temor de la gente es real. La sensación es mayor porque el problema afecta ahora a clases sociales que antes estaban libradas de todo mal y, en vista de su influencia, el tema ha sido más mediatizado.

La reforma policial tiene que seguir avanzando. Pero ella sola no resolverá. Hay que atacar con seriedad al empobrecimiento y la vida azarosa en los barrios. Desde la raíz, a pesar de la potencia del narco. La deuda acumulada de abandono irresponsable es larga y pesarosa.

Y que se produzca una autoregulación en los medios de comunicación que multiplican contenidos enajenantes (novelas, películas, publicidad, noticias, opiniones extravagantes y politiqueras) para evitar la difusión de mensajes que induzcan a perceptores con predisposiciones cerebrales a ejecutar conductas antisociales.

Hay que empoderar a las comunidades. Ellas deben ser protagonistas de cualquier proyecto de intervención que les competa. Porque, allí, conocen “al cojo sentado y al ciego durmiendo”, y podrían aportar mucho, si las autoridades lograran recuperar la confianza perdida por el historial de inconductas de actores oficiales. Son muchos los relatos acerca de ataques de delincuentes a quienes han osado denunciar sus tropelías a la Policía.

Si el bandidaje que nos mantiene en ascuas en las calles fuera responsabilidad sola de una institución o una persona, hace rato que la hubieran erradicado. Pero no. Se trata de una enfermedad social que profundiza sus raíces a paso de gigante y, como un cáncer con metástasis, requiere abordaje sistémico conforme su complejidad. Cirugía si fuese posible.

Vayamos todos en la misma dirección, en busca de soluciones de fondo. La actitud contemplativa es una señal de complicidad.