Las reacciones que ha suscitado la destitución por parte del papa Francisco del obispo de Tyler, Estados Unidos, Mons. Joseph Strickland, por parte de los grupos adversos al actual papado, me ha traído a la memoria al obispo de Evreux, Francia, Jacques Gaillot, fallecido en abril pasado, quien en 1995, en tiempos de San Juan Pablo II, fue destituido de su diócesis y nombrado sardónicamente a una diócesis fantasma que existió en el Sahara de nombre Partenia.
En aquella ocasión, al obispo Gaillot se le acusaba de discrepar con la Conferencia Episcopal francesa en cuanto a la unidad y por ende con la sede de Pedro, además de ciertas posiciones aperturistas en cuanto a ciertos temas de frontera, pero lo que estaba en frente era el compromiso y las posiciones que el obispo había tomado con relación a los inmigrantes, excluidos y desfavorecido de su diócesis, junto a su defensa del legado del Concilio Vaticano II, priorizar la justicia en vez de la disciplina sexual, una Iglesia que no aspire a reconquistas y a esplendores del pasado sino a servir a los marginados, su defensa de los Derechos Humanos y su manera muy propio de asumir el episcopado sin todas las minucias y oropeles del cargo (o de la dignidad como dicen algunos). Uno de sus pronunciamientos fue el libro “Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada”, donde expone sus criterios y visiones de la Iglesia e invita a enraizarse profundamente en el evangelio y expresa su respeto por el sucesor de Pedro en ese momento, como ya dijimos que era San Juan Pablo II, diciendo: “Yo acepto con fe a aquel a quien Dios ha puesto al frente de su Iglesia. Mi ministerio de obispo solo se concibe en comunión con él” (Pag. 124). Después de ser destituido siguió trabajando en nombre del evangelio con los más desposeído de Francia y tenía una página en internet, a la cual le puso el nombre de la Diócesis Fantasma: Partenia, desde donde mantenía diálogo con todo el mundo y seguía su labor concientizadora y de ayuda a los más pobres.
El caso del obispo Strickland es todo lo contrario, ya que tenemos a un hombre cuya destitución hasta ahora parece ser por asuntos administrativos ya que desde hace un tiempo recibió una visita apostólica, encomendada por la Santa Sede a dos obispos norteamericanos, los cuales le recomendaban a Strickland renunciar, lo cual no aceptó y a partir de ahí su destitución, pero para nadie era secreto la oposición de este obispo a ciertos pronunciamiento del papa Francisco, los cuales tildaba de que el papa quería cambiar la doctrina, su devoción a la misa tridentina, rechazo a la vacuna contra la COVID-19, pronunciamientos a favor de la Fraternidad San Pio X, contra el Sínodo de la sinodalidad, y otros chismes de lugar.
La cuestión es que ambos representan esta disyuntiva eterna que acompaña a la Iglesia en su historia: apertura y diálogo con los problemas actuales y cuestionantes del mundo, o una Iglesia vuelta solo sobre sí misma, apegada a su pasado y solo con una visión de los trascendentes, ajena a toda inmanencia humana. Es algo que viene desde los orígenes de la misma Iglesia, desde el primer problema entre cristianos paganos y judaizantes, alejandrinos y antioquenos, oriente y occidente, reformadores e indulgencias, modernistas y tridentinos, teología de la liberación y ortodoxia, y todo va a depender de quien esté en el solio de Pedro, donde habrá apoyadores y detractores, hoy de izquierda y de derecha, conservadores y liberales. Un juego que cansa y hace perder muchas energías en pro de lo propio de la Iglesia que es el evangelio y su vivencia en el mundo, un laberinto ante el cual no vemos salida, a tal punto de recordar la obra de Gabriel García Márquez “El amor en los tiempos del cólera”, cuando se le pregunta al capitán de la barcaza qué cuánto tiempo iban a estar en este ir y venir, y él le responde: “Toda la vida”.