De conformidad con la reforma constitucional del año 2010, intacta en todos los aspectos en la reforma del 2015, el Ministerio Publico, como órgano del sistema de justicia, se constitucionalizó a partir del artículo 169 de nuestra carta sustantiva, definiéndose “como el órgano responsable de la formulación e implementación de la política del Estado contra la criminalidad, la dirección funcional de las investigaciones, y poner en marcha la acción pública en representación de la sociedad.” Por otro lado, el artículo 170 de nuestra Constitución dota al Ministerio Publico de autonomía funcional, administrativa y presupuestaria, sobreponiendo los principios de legalidad, objetividad, unidad de actuaciones y jerarquía a los trabajos que le son consustanciales a los representantes del órgano fiscal. El llamado principio de objetividad, aunado a la autonomía funcional que caracteriza las actuaciones del Ministerio Publico, implica una cierta separación respecto a otros actores que gravitan en el sistema de justicia; incluyendo los jueces.

La objetividad significa que el fiscal debe estar en capacidad de decidir acusar conforme a los hallazgos obtenidos en la fase de investigación, y la autonomía que se prescribe en la Constitución implica tomar decisiones independientes al criterio de cualquiera de los actores judiciales. El representante del Ministerio Publico debe estar dispuesto a encontrar pruebas tanto a cargo como a descargo y a adoptar consecuentemente una postura orientada a la acusación o al archivo, sin que nadie, ni siquiera el juez, lo fuerce a decidir lo contrario.

Con relación a los principios de autonomía y objetividad, el legislador parece insistir en el revestimiento de dichas características en la ley 133-11, ley orgánica que regula al actual Ministerio Publico. La autonomía es presentada como un elemento que caracteriza al Ministerio Publico tanto administrativa como funcionalmente, y ya en el artículo 15 de la referida ley se prescribe el principio de objetividad como uno de los principios rectores de la institución. Es cierto que las acciones del fiscal, como la de cualquier actor judicial, están regladas y supeditadas al principio de legalidad, el cual, la figura del Juez, está llamado a garantizar, pero forzar al Ministerio Publico a acusar un proceso investigado constituye una intromisión no solo indeseable, sino atentatoria al principio de separación de funciones y contraria a la determinación de autonomía de la que nos habla la Constitución.

Por otro lado, el cambio que hace algunas décadas cursó la Republica Dominicana de un sistema inquisitivo a un nuevo sistema de justicia penal tuvo por propósito, como lo tuvo en gran parte de los países latinoamericanos, desde la Argentina hasta nuestro país, deslindar funciones con respecto al monopolio de atribuciones que encarnaba en sí mismo la figura del juez; etapa ya superada y que no se corresponde a los esquemas de organización democrática e institucional que caracterizan a los estados modernos. Debemos admitir, con cierto pesar, que en nuestro país todavía quedan algunos vicios del ya superado sistema inquisitivo y que se expresan a través de atributos que aún persisten en el juez y que resultan a todas luces desagradables y burocráticos, siendo precisamente la razón que debe inspirar a nuevas reformas.

En el caso particular de los Archivos, vistos como una facultad que brinda el legislador al Ministerio Publico, el fiscal puede optar por ellos siempre que aparezcan una o varias razones de las que se encuentran prescritas en el artículo 281 del Código Procesal Penal, y si bien es cierto deviene en aceptable que los mismos sean observados por el juez a fin de garantizar la legalidad, jamás debería éste ordenar, en la revisión, la acusación del proceso. En error incurre el sistema al sopesar dicha extralimitación y mal hace el Ministerio Publico al permitirlo, sin proceder ante instancias superiores a fin de enmendar los impases.