El impacto de los debates presidenciales en las decisiones electorales es muy probable que sea mínimo, sobre todo, en sociedades donde el voto está condicionado por factores no relacionados con la evaluación de propuestas de gobierno como son: el clientelismo, la dependencia económica de los votantes con respecto a programas gubernamentales de asistencia social; el temor a perder un empleo público; la cadena de favores o el nepotismo.

Si a estos factores agregamos la tendencia natural de los seres humanos a evaluar los datos y discursos a partir del sesgo de los prejuicios y compromisos emocionales con nuestras creencias e ideologías, queda muy poco trecho para que la argumentación racional y la evaluación de las evidencias pueda inclinar a un votante hacia una determinada opción electoral.

Entonces, ¿qué importancia pueden tener estos debates? En sociedades con una tradición autoritaria donde se está acostumbrado a que las figuras de poder no se sometan a las mismas normas que regulan el comportamiento de la ciudadanía, cualquier espacio que exponga a un gobernante al escrutinio y a las reglas del debate democrático es saludable y ejemplificador. Pero este señalamiento no debe hacernos desviar la mirada de un problema más complejo.

Como muy bien señala Marisol Vicens Bello en un artículo sobre este tema, nuestra cultura desincentiva el debate crítico pues está mal visto contradecir a las figuras de autoridad. (https://acento.com.do/opinion/cultura-de-debate-9331450.html).

Si bien es cierto que en nuestra cultura se asocia la crítica al irrespeto, también el modo mismo en que se estructuran las relaciones sociales en la sociedad dominicana estimula a la adulación y a la sumisión antes que al cuestionamiento y a las prácticas democráticas.

Si vivo en una comunidad donde las personas que detentan las posiciones de poder operan por encima de las leyes y reaccionan con represalias ante cualquier mínima muestra de disenso, es natural que la ciudadanía que vive en condiciones de precariedad se acostumbre a asentir a las decisiones de los “jefes”.

La ausencia de una cultura del debate en el entorno familiar y en las escuelas contribuye a la carencia de hábitos de discusión democrática. Y es aquí donde debemos focalizar nuestro interés por encima de los debates de figuras públicas, discusiones que, desconectadas de una cultura ciudadana de la discusión, formarán parte del anecdotario histórico, pero contribuirán muy poco a la consolidación de una ciudadanía democrática.