En su reciente despedida, el expresidente Biden causó alarma cuando alertó sobre el riesgo de que en su país esté emergiendo una oligarquía. Se estaba refiriendo a la influencia en la política de los billonarios y/o los titanes tecnológicos. La ocasión sugiere preguntarnos si aquí existe o existirá una oligarquía entrometida. Hay señales de que vamos en esa dirección. Pero si amamos la libertad y la democracia debemos prevenir no solo la oligarquía, sino también la aristocracia y la plutocracia.

De hecho, el artículo 4 de nuestra Constitución establece que el gobierno de la nación es democrático y representativo, donde los poderes del Estado son ejercidos por el pueblo o por sus representantes. Es inconstitucional, entonces, una forma de gobierno donde los poderes del Estado son ejercidos por un reducido número de personas que no han sido elegidos por el pueblo. A eso se le llama oligarquía. “Aristóteles fue pionero en el uso del término como sinónimo de dominio por los ricos, para el cual otro término comúnmente utilizado hoy en día es la plutocracia”. El antecesor de tales formas de gobierno fue la aristocracia, definida como el gobierno de los que se creen superiores (ya sea por la posesión de tierras, niveles educativos o riqueza material).

Aquí son recurrentes los análisis que ya nos imputan la posición dominante de una oligarquía. Aunque a lo largo de nuestra vida republicana siempre los ricos han tenido un protagonismo importante en el ejercicio del poder político, no fue sino hasta el 1988 cuando el libro “Los dueños de la República Dominicana” puso ese deleznable fantasma sobre el tapete. Al ofrecer un perfil de las 18 familias dominicanas que calificaban como las más ricas también se sugería que eran las más influyentes sobre los gobernantes de turno. Se rumora que el libro, circulado en 1989, desapareció de las librerías porque, para que no se conociera y todos los ejemplares fueron comprados por una de las familias. Pero en el 2008 hubo una nueva edición y hoy está disponible en Amazon.

Sería exagerado afirmar que, actualmente, unas cinco familias dominan el poder político para beneficio propio, tal y como me lo han remachado gente conocedora. Aunque todas hacen contribuciones a la campañas electorales de los aspirantes a la presidencia y muchos otros lo hacen a las de otros aspirantes a las demás posiciones públicas, nuestra clase política no ha permitido un vasallaje ultrajante. El contubernio entre los muy ricos y los líderes políticos ha existido, pero son pocos los casos en que los gobernantes han compensado groseramente las contribuciones. Lo que se ha colado es porque el ojo de la población no ha sido suficientemente avizor. Recordemos que Jefferson dijo que “la vigilancia eterna es el precio de la libertad”.

A veces la mera cohabitación de un rico con un líder político produce beneficios al primero que no resultan de decisiones deliberadas del líder. Por ejemplo, Elon Musk ha visto su fortuna incrementarse con la victoria electoral de Donald Trump en la astronómica suma de US$200,000 millones (según el Washington Post). Bloomberg estima su fortuna actual en US$449,000 millones. (Trump también se benefició con un incremento de su patrimonio de US$3,600 millones.) Las feromonas de la riqueza han respondido a la suerte política deparada por un electorado ensoberbecido.

Musk tenía el derecho de endosar (con US$225 millones) la campaña de Trump y nadie puede alegar que su resultante bonanza es ilegal. Fueron los mercados que inflaron el valor de las acciones de sus empresas como SpaceX, Tesla y XAI. Para colmo Trump ha propuesto la compra del 50% de TikTok por Musk, una plataforma de videos cortos a la que 170 millones de estadounidenses están inscritos. Al aumentar el valor de la empresa, eso produciría un colosal aumento del patrimonio de Musk. En el caso de Trump y sus adláteres, un artículo del periódico El País de España ha llamado a esto la “broligarquía”.

Por otro lado, la victoria de Trump ha comenzado a generar grandes expectativas en materia de inversión nueva en EEUU. Los titanes tecnológicos de OpenAI, Oracle y Sofbank ya comprometieron una inversión de US$500,000 millones en un gigantesco proyecto de Inteligencia Artificial. (Musk y Zuckerberg han seguido con anuncios de inversiones en IA.) Arabia Saudita, por su parte, ha anunciado que hará inversiones en EEUU por otros US$600,000 millones. Todo esto aparenta ser el resultado de la elección de Trump, pero también es posible que no haya sido así porque esos proyectos estaban ya incubados. Lo que sí es real es la imbricación entre la política y el dinero (o entre el poder y la riqueza).

Aquí también la clase política ha favorecido a las grandes fortunas. En nuestra historia reciente, son varios los casos en que la vox populi ha puesto el dedo acusador. Recién abandonábamos la era trujillista se comentaba asiduamente cómo el contrabando por las Aduanas hizo ricos a muchos comerciantes acólitos. En repuesta a contribuciones a campañas electorales se señala el caso de la venta de Bancomercio al Banco Continental, eventualmente empeorado con los enormes redescuentos del Banco Central a Baninter. Los onerosos contratos de Odebrecht fueron, por su parte, la piedra de un mayúsculo escándalo. Otros ejemplos tienen que ver con la asignación de importantes puestos públicos a cambio de contribuciones electorales.

Pero algo legal y sin mayores objeciones éticas es cuando las inversiones públicas benefician a grandes fortunas. El ejemplo de la Ciudad Colonial y el anunciado remozamiento de Boca Chica es uno donde la inversión pública, justificada como pertinente política pública, beneficia grandemente a la familia más acaudalada del país. De la Autopista del Coral se ha cuestionado también su terminación en el Aeropuerto de Punta Cana. Y hoy corren fuertes críticas al Banco Central por haber favorecido, con decisiones de política monetaria, muy injustamente a los magnates de la banca privada en las últimas dos décadas.

Por suerte ya la monarquía está en decadencia en la gran mayoría de los países. Pero tanto en la oligarquía, la aristocracia como la plutocracia, la principal falencia del sistema de gobierno es el abuso del poder para beneficio propio. Es peor el potencial abuso en el caso de los ricos plutocráticos y su influencia sobre el poder político no solo porque no obedece a la voluntad popular, sino porque es repugnante que se use el poder político para aumentar una fortuna que sea groseramente avasallante respecto a los medios de que dispone el resto de la población. Es decir, no solo se viola el mandato constitucional contra la prevaricación, sino que también se injuria a la justicia social.

Pepe Mujica una vez advirtió sobre el avance de la plutocracia en America Latina. Cualquier contubernio entre la clase política y las grandes fortunas es un factor amenazante para la democracia. En el meollo del asunto está la gran cuestión de la justicia social y su conexión con la búsqueda de la felicidad. Frente a lo que representa un fatídico accidente de un nacimiento en una familia pobre aparece el gigantesco desafío de que las políticas públicas promuevan la movilidad social. No es solo que la pobreza es una maldición existencial, sino que la desigualdad resultante de la distribución de las recompensas en una sociedad es una oprobiosa ofensa a la justicia social.

En un país como el nuestro ese desafío solo puede enfrentarse con una firme voluntad política. La clase política, como tutela de la sociedad, está obligada a trastocar las relaciones de poder. Un gran problema es que la misma clase política no está exenta de los abusos de poder. Lo único que puede alegarse a su favor es que, en términos generales, su enriquecimiento ilícito está permanentemente bajo vigilancia en una democracia representativa. ¿Será la advertencia de Biden innecesaria para EEUU? ¿Fue necesaria la advertencia de Eisenhower contra el complejo militar industrial? ¿Debemos aquí estar pendientes?