El perdurable dilema de la lealtad ha quedado dramatizado en la frase atribuida a Gaius Julius Caesar (44 aC), al descubrir, pocos minutos antes de su muerte, a su colaborador y amigo entre los insurrectos que con sus dagas ponían fin a su vida en las escalinatas del senado romano: “Hasta tú, Brutus”. César había sido traicionado. La deslealtad fue el epílogo del dictador de la república romana.

Probablemente fuera “hasta tú, Brutus” la frase que hizo que Shakespeare -conocedor de lo excelso y lo mezquino- en su tragedia “Julius Caesar”, pusiera en boca de Brutus, mientras asistía al funeral de su víctima, las siguientes palabras: “Yo no dejo de amar al César, pero amo a Roma mucho más”.

Así inicié y concluí mi segundo artículo sobre la lealtad: el primero, “La lealtad o la distorsión de un concepto”, 1982 “Listín Diario”; el segundo, “La deslealtad como redención”, 2010 ”Hoy”. El tema sigue vigente y conviene retomarlo.

Escuchando y leyendo documentos, colaboradores y críticos, del siete veces encartado y miles de veces mentiroso expresidente Donald Trump, sin extrañarme, atrajo mi atención la manera radical e incuestionable en la que exige sumisión de parte de sus colaboradores y miembros del Partido Republicano de USA. Premia y castiga lealtades y deslealtades como un padrino de la ”Cosa Nostra”.

Trump no es el único que la exige. Aquí, lideres políticos, y, por supuesto, narcotraficantes y otras bandas criminales la tienen como requisito “sine qua non”.  Institucionalmente, las fuerzas armadas y la policía exigen obediencia absoluta a los mandos superiores; al parecer, más que al bienestar de la patria, pues conocemos el daño que la corrupción, dentro de esos cuerpos castrenses hace a la nación.

Esas filiaciones, nada tienen que ver con la adhesión a reglas de cortesía, de parentesco, de relaciones amorosas o de amistad, que preservan el beneficio y disfrute reciproco en la convivencia. Las que exigen Trump, políticos criollos, y grupos antisociales, carecen de mutualidad: el asunto no es entre iguales, recuerda más bien la convivencia entre el amo y su perro. Hasta demandan complicidad en sus transgresiones y delitos.

Subordinado y subordinante, andan por la vida en relación desigual: el segundo sirviéndose con la cuchara grande y el primero recogiendo las sobras y diciendo “sí, señor”. Esa sumisión busca protección, impunidad o dinero; suelen acogerse a ella personas de carácter dependiente de limitado intelecto.

“Desde Bobadilla encarcelando a Colón hasta el transfuguismo político actual – haciendo escala en el engaño de Trujillo a Vásquez, los incontables golpes de Estado, el tiranicidio y las tramposerías partidarias – predomina la acusación de deslealtad, claro, a conveniencia y gusto. El concepto es comodín y palabra frecuente en discursos enmarañados de eufemismos y argumentos cantinflescos.”

“Exigir lealtad absoluta a un ser humano es extirparlo de su personalidad, aniquilando el discernimiento…”

“En la psicología de extrema militancia, la voz del amo, o creencias del grupo, no se cuestionan. La disensión se castiga y la sumisión se premia. La exaltación del líder es absoluta, quedando el resto ninguneado.”

“Ni dictadores, ni gánsteres, ni fanáticos, ni terroristas, ni ninguna otra variedad criminal puede permitir deslealtades en su entorno; en ellas les va el fracaso, la cárcel o la derrota. En esas organizaciones se utiliza, a manera de insulto disuasivo, el adjetivo desleal para prevenir disensiones.

Pero ciertas personas y propósitos existen a los que, por abyectos, no se les puede sostener devoción. La deslealtad, cuando entre un jefe se descubre a un bandido, es redentora; regresamos al privilegio exclusivo de nuestra especie de poder pensar y entender códigos y leyes civilizadas.

De esas deslealtades han surgido no pocas civilizaciones, y se ha dado al traste a más de una tiranía. A lo que debemos lealtad, por encima de cualquier César, es a principios superiores. Eso fue lo que quiso recordar Shakespeare, el genial dramaturgo.