A raíz del triste suceso de que un conductor ha resultado muerto por una persona que al parecer tiene trastornadas sus facultades mentales como no puede ser de otra manera tiró un peñón -que no una piedra- desde un elevado y resultó muerto un conductor, se han levantado una serie de voces sobre este trágico hecho, autorizadas unas, especulativas otras y, como no, las apocalípticas que nunca pueden faltar.
Se ha puesto de relieve y se han desnudado hasta quedar en puros cueros como tantos turistas de sol y playa que nos visitan, una vez más, las carencias a nivel oficial sobre el tema tan delicado sobre la salud mental en nuestro país, la cual debe tener altos índices entre nuestra población y que de seguro se ha acrecentado debido a al Covid 19, la crisis que estamos atravesando post pandemia y de la guerra entre los rusos y los ucranianos, esa sinrazón que nos está bombardeando y reventando los precios de los alimentos, los combustibles y nos está aloqueteando aún más de lo que siempre hemos estado.
Sobre salud metal suponemos que habrá que hablar muy fino pues debe haber muchos grados de trastornos y es asunto especializado de médicos, psiquiatras y psicólogos, pero me atrevo a afirmar que de los más o menos leves o algo más que leves debemos ser mínimo siete u ocho millones en el país de los once o doce que somos, los que tenemos algún tornillo de la razón o el cerebro más o menos aflojado.
Y es comprensible por los electrizantes recibos de la luz de cada mes, los tapones revientanervios de todos los días, los frecuentes asaltos puñaleros o pistoleros, los alquileres de viviendas y locales, los precios de las llamadas casas del terror y otros muchos factores que nos dejan a cada momento atolondrados, enervados, trastornados, majaretas o tarumbas.
Sobre los grados superiores de salud mental deben estar los diversos casos de locura y afines y en el top de los mismos los más peligrosos, los que suponen una amenaza para el ciudadano de a pie de acera o del acelerador de pie o de mano.
El país por más que todos los gobiernos -y este aún mucho más- se empeñen en vendernos el bienestar del ciudadano envasado en melosos anuncios y pícaros datos económicos, padece de numerosas carencias sociales básicas desde la educación, la sanidad, el empleo, hasta la jubilación o la atención a la vejez, y claro la salud mental es una cenicienta social que ha perdido el zapato derecho, el izquierdo y sin príncipe rescatador a la vista.
No hay sanatorios mentales públicos, ni manicomios funcionando, y en casi todos los hospitales carecen de personal e instalaciones especializadas para tratar este tipo de enfermedades según han denunciado profesionales del ramo de la salud.
En Santo Domingo, como en muchas otras ciudades, pueblos o campos donde aún son más visibles por su menor población, se observan deambulando personas por las calles con todos los síntomas de haber perdido el juicio, gesticulando, hablando y gritando solas, zafaconeando para poder sobrevivir, tiradas en cualquier lugar o durmiendo sobre las duras aceras.
Por su aspecto más que estrafalario, mal vestidos, a veces con puros andrajos, cabelleras largas y barbas muy abundantes totalmente descuidadas, sucios, malolientes, con palos o piedras en las manos, aunque la mayoría no sean peligrosos, infunden mucho temor entre los que se cruzan con ellos e inevitablemente se piensa que podríamos ser agredidos en cualquier momento.
A mí, ver personas así me dan una pena increíble, pienso que por una artera jugada de la naturaleza alguien esté vivo sin vida consigo mismo es una perversa injusticia existencial.
En los recorridos pedestres que suelo hacer todos los días hay veces que me encuentro con locos, no siempre los mismos ni en los mismos lugares pues son en el buen sentido unos ¨pata de perro¨ como dicen los chilenos, ahora están aquí, al rato están allí y mañana ni se sabe dónde.
Había uno de ellos que veía con bastante frecuencia de aspecto no atemorizante sino aterrador de película, además de lo mal vestido y abandonado aspecto, pelo larguísimo y alborotado, barba inmensa, una cara desencajada de insania, abandono y hambre, ojos desorbitados con una mirada fija casi hipnótica capaces de taladrar el acero, una boca muy grande y siempre abierta como dispuesto a devorar a cualquiera sin echarle sal o vinagre, y para el colmo de temores con un palo grueso y largo aferrado a las manos.
Permanecía más echado que sentado, si moverse, sin hablar, sin pedir limosna o ayuda alguna, al pasar lo miraba por curiosidad, por pena y con precaución no fuera a ser… pero las veces que lo vi nunca tuvo ningún gesto o palabra que pudiera infundirme intranquilidad, a la segunda que me crucé con él le dejé un billete de cien pesos en las manos, tal vez pudiera comprarse algo de comida pensé, un pan, una fruta, un snack, y quién sabe si de paso podía ser un posible seguro de vida en caso de un súbito yeyo o ataque, no lo tomó, no dijo nada y siguió con su aspecto hierático más propio de un jeroglífico egipcio, y así lo hice varias de veces más hasta que un día desapareció y no lo volví a ver más.
Dicen con toda razón que el dominicano no pone candado hasta que lo roban. De alguna manera acaba de suceder lo mismo, una falta de cuidados, un loco y una piedra nos han robado una vida. Ahora queremos a toda prisa ponerle el dichoso candado y los dos zapatos a una Cenicienta tan abandonada como compleja. Y los autores del cuento con qué cuento nos van a salir ¿Con el de siempre? Ese ya nos lo sabemos de sobra.