El poeta dice que lo nuestro es pasar y el Campeonato Mundial de Futbol de Qatar se encuentra en ese último tramo: con los días y los partidos contados. Por eso la nota que leo, fechada el 26 de noviembre, sobre la presentación de los franceses contra los australianos, parece un documento antiguo, olvidado. ¿Hay alguien que todavía recuerde cómo los aguerridos hijos de Oceanía marcaron primero y que luego Francia reaccionó con 4 goles?

 

 

La nota se refiere a los muchos seguidores que se aprestaron a ver este primer duelo. Sin embargo, esos hinchas no llegaron como la mayoría, de Marsella, Alsacia o Lille, sino desde un lugar del que yo nunca había oído mentar: Kerala, una región ubicada al sur de la India, que presume más de 500 kilómetros de litoral de ensueño, según los sorprendidos corresponsales de France Info.

 

 

Estos aficionados fueron duramente criticados.  Primero, porque se había dudado de su autenticidad, en virtud de las noticias que circularon de que el comité organizador habría pagado a grupos de animación para que la justa luciera más divertida, para que se viera «un gran ambiente» en calles y estadios. ¡Claro! Ante la falta de alcohol, los billetazos persuasivos. En segundo lugar, se les acusó de no saber francés, lo cual es normal si uno, por error de la cigüeña, acaba naciendo en la India y no junto a la Torre Eifetcétera.

 

 

Otro comentario burlón era que no todos llevaban la tradicional camiseta de los Bleus. Por ejemplo, no faltó quien luciera la del Chelsea de la Liga Premier, que también es azul aunque tenga un leoncillo en lugar del gallo emblemático. Un código vestimentario bastante flexible pero no por ello menos fiel…

 

Pese a todo, a la hora de los himnos intentaron cantar la Marsellesa a trompicones, cometiéndole faul a la sintaxis. No obstante, en lugar de una tarjeta roja, los periodistas les dieron palmadas de aprobación: «Su amor es sincero aunque no se expresen en la lengua de Molière».

 

Se sabe que el afecto futbolero se mide por el tiempo y dinero invertidos: Años de ahorro y sacrificios para poder comprar un boleto de avión que los acercara a Qatar. Agregue usted el costo de las entradas (mínimo 150 euros), hospedaje, comida y uno que otro souvenir: «No me pierdo un solo juego de Francia. Siempre quise verlos en un estadio», dice Mohamed, quien además se levanta a media noche para poner hasta el partido más insignificante de su equipo, pues si en París son las nueve de la noche, en Kerala ya irrumpe la madrugada…

 

«En ese momento yo me enamoré de este equipo», confiesa Shihabudeen, otro fan. Eran los días del beso de la suerte en la calva de Barthez y de los cabezazos de Zidane a la red, cuando se construyó la gloria en aquel Mundial de 1998. Así nació la bleumanía made in India.

 

Ahora bien, el nombre de Michel Platini no les dice mucho. Al menos ignoran el deprimente ocaso de un goleador de época (con la selección nacional, el St. Etienne y la Juventus) que terminaría como un títere de la FIFA, pues Blatter sólo lo había buscado para robarle un trozo de su popularidad; más tarde: escándalos de sobornos y corruptelas… Es normal, son jóvenes, los periodistas lo saben y mejor ni preguntan por otro inmortal, Just Fontaine, el máximo romperredes en una copa del mundo, cuyo récord sigue vigente después de tanto tiempo…

 

 

¿Existirá en ese apartado rincón de la India una Alianza Francesa que les permita a los hinchas saber más del país que futbolísticamente han hecho suyo? Si no la hay, es el momento oportuno de instalarla. Recuerdo que un profesor de español decía que muchos llegan a esta lengua por motivos tan asombrosos como las ganas de aprender salsa. Después se vuelven maestros de dicho baile y ni modo que no entiendan cuando Rubén Blades canta aquello de: «Pedro Navaja, las manos siempre dentro 'el gabán, mira y sonríe, y el diente de oro vuelve a brillar». ¡Uy,! esta línea me salió desviada, parece un balonazo al graderío.

 

En pocas palabras, este deporte se ha vuelto avaro, mezquino, castiga la belleza de un regate fútil, de un drible hacia ninguna parte. Entonces, es normal si uno acaba por enamorarse de los jugadores que lo practican con gracia y desparpajo infantil.

 

Galeano lo sabía mejor que nadie y se definía como un pordiosero del futbol: «Voy por el mundo sombrero en mano, y en los estadios suplico: Una linda jugadita por amor de Dios…»