La flor de loto es considerada en diversas culturas como un símbolo milenario de belleza y de transformación. Porque emerge de entre las aguas turbias en las que crece y sus pétalos se abren lentamente, alcanzando una belleza sorprendente, representa la capacidad del ser humano de elevarse por encima de las adversidades y alcanzar sus mejores potencialidades. Entonces sorprende que —por alguna razón desconocida para mí— se le haya llamado “Caso Flor de Loto” a la operación que según el Ministerio Público permitió el rescate de 45 mujeres colombianas y venezolanas víctimas de explotación sexual, cautivas en varios residenciales del sector Gurabo, en la Provincia Santiago de los Caballeros.
Cuando leí en el periódico que en defensa de los acusados del mencionado caso se había dicho que las mujeres ejercían la prostitución “de manera voluntaria” pensé —¡otra vez!— que la gran tragedia de la República Dominicana empieza por no definir cómo es el ser humano que queremos formar… uno, por ejemplo, que no solo sea capaz de ver el horror que hay en coordinar un catálogo de servicios sexuales para ser ofrecidos por mujeres encerradas contra su voluntad, sino que también dedique tiempo, esfuerzo y recursos para construir un mundo en el que las mujeres puedan vivir con seguridad en sus propias casas, sin la amenaza de la violencia o del riesgo de la explotación sexual.
En definitiva, todo empieza por la visión que nos hemos forjado sobre nosotros mismos y sobre los demás. Y eso, en primer lugar, se aprende en la casa, con los padres, o con quienes están a cargo de nuestro cuidado. La decisión de educar tiene consecuencias profundas en la sociedad, y el Día del Padre pone un lente de aumento sobre la realidad que prevalece en nuestro país: la violencia física, psicológica y sexual es apenas un aspecto que “el Caso Flor de Loto” nos ayuda a mirar, puesto que la mayoría de las veces quienes recurren a la violencia —en cualquiera de sus formas— lo han aprendido principalmente en sus contextos familiares, incluso sin darse cuenta.
En una familia, la figura del padre o la manera en que se gestiona su ausencia, tiene un rol importante en la manera en que la mujer es percibida en la sociedad. Para muchas personas el tener enfrente a una mujer supone el derecho a exigirle obediencia, excluirla de actividades, imponerle el deber de servirle a los hombres a su alrededor y, por supuesto, pagarles un menor salario, entre otros tratos humillantes y discriminatorios. Uno de esos tratos es imponer a aquellas mujeres en situaciones económicas y sociales vulnerables, un mayor riesgo de ser captadas e integradas a un horrible mercado de seres humanos vilmente explotados.
Se sabe que la crianza tiene un lugar determinante en la manera de configurar las relaciones entre hombres y mujeres. Estas relaciones están influidas por la lectura que los hijos y las hijas hacen de las prácticas masculinas-paternales y femeninas-maternales en sus familias. El camino hacia las transformaciones necesarias en nuestra sociedad para alcanzar una verdadera equidad de género requiere de la transformación de los hogares.
Por lo tanto, es imprescindible volver a mirar a la familia como el lugar en el cual hay que pensar y conversar sobre el ser humano que queremos formar. Es importante preguntarnos, por ejemplo, ¿cómo y de quiénes aprendieron los hombres a pagar por sexo? ¿Qué significa para nosotros la vida en situación de prostitución? ¿Somos conscientes de la violencia sexual, sus modalidades y la manera en que se ejerce en las relaciones de pareja? ¿Qué impacto tienen las figuras públicas, las canciones y las redes sociales en la legitimación de los distintos tipos de violencia ejercidas contra las mujeres en nuestra sociedad?
Con mucha frecuencia nuestras casas se convierten en espacios amurallados dentro de los cuales nos protegemos de los horrores de la sociedad. Entonces la falta de cercanía con las víctimas se convierte en el principal obstáculo para que nos preguntemos si podemos hacer algo para construir una sociedad más justa, fraterna y solidaria. Incluso cuando somos conscientes de la necesidad de solucionar las graves situaciones de injusticia, muchos no sabemos qué hacer cuando queremos hacer algo. La solución es involucrarnos. Acercarnos a las víctimas de la desigualdad y a quienes se esfuerzan por solucionarla nos hace más imaginativos, más valientes y más certeros para superar poco a poco los obstáculos que encontramos en el camino de la fraternidad y, en particular, de la equidad de género.
La flor de loto florece lentamente, un pétalo a la vez. Esa gradualidad de algún modo nos recuerda que para formar al ser humano que queremos, las familias necesitan de tiempo: tiempo para aprender a disfrutar las cosas pequeñas con sencillez, tiempo para desarrollar compromisos personales y familiares para la solución de los graves problemas que enfrenta nuestro país y, finalmente, tiempo de conversación para que brote en los más jóvenes una conciencia moral y una conciencia crítica de nuestra sociedad.