En el transcurrir de la vida van sucediendo muchas cosas que, en su apariencia, parecerían ser casuales y, por supuesto, es posible que así sea. Sin embargo, al tener la oportunidad de mirar la historia forjada por esos acontecimientos que se fueron hilvanando se puede advertir algún sentido de la misma. Fue lo que me aconteció recientemente en el funeral de Zora Frómeta, mujer consagrada a la vida de servicio por vocación y como respuesta al llamado recibido. Pero en esa historia recuperada aparece otra mujer, también de extraordinaria presencia para muchos que, como yo, estuvimos bajo el influjo de ambas. Se trata de Alicia Guerra. Alicia y Zora, Altagracianas (con A mayúscula) de vida y vocación.
Dos mujeres, dos maestras, dos seres humanos sin igual, extraordinarias, entregadas a la vida religiosa transcurrida desde la A hasta Z. En ellas se destaca una vida dilatada de entrega a la obra mariana, la que asumieron desde jóvenes con una profunda fe y entrega a la misión de ser luz del mundo y sal de la tierra.
De esa luz que ilumina caminos y senderos de muchos, y de esa sal que da sabor y conserva la vida. Luz y sal como afirmación de la alianza con el P-Madre. (Mt. 5:13-16).
Las dos, columnas fuertes y seguras, como otras, del Instituto Secular de Nuestra Señora de la Altagracia, mejor conocido como las Altagracianas.
Aunque de orígenes diferentes, como de trayectorias, caracteres, e incluso, temperamentos, hermanadas sin embargo en un mismo sueño y una misma misión: ser sal y luz del mundo.
Destacadas por una extraordinaria inteligencia y capacidad de entrega, así como de gestión de procesos que llevó a una principalmente, al mundo de la escuela, y a la otra, a la misión pastoral.
En ellas se reconoce la energía y radicalidad con que vivieron sus vidas y empuñaron el estandarte de su misión que, aunque te ofrecían una sonrisa dulce, sincera y una mano suave, no dejaban lugar a dudas de hacia dónde debías guiar tu vida.
En Alicia se reconoce su inteligencia, agudeza y perspicacia, su capacidad de dar sosiego cuando las circunstancias así lo requerían. Accesible, receptiva y acogedora; franca y sincera; con un sentido de gozo y alegría frente a la vida, pero también severa y seria, cuando había que serlo.
En el caso de Zora, además de su inteligencia, su singular capacidad de disfrutar lo ordinario de la vida en su sencillez. De una tranquilidad y humildad que acogía a quien estuviera cerca de ella sin más, sobre todo por su sonrisa y su cálida voz, con un corazón repleto de ternura, sencillez y jovialidad.
Ambas marcaron la vida de muchos, y soy parte de esos. En las dos reconozco la siembra, junto a mi propia madre, de un espíritu de humildad y una fe inquebrantable en el convencimiento y la esperanza de que es posible y habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, abonada por el amor y la compasión, la justicia y la solidaridad.
Alicia y Zora están y permanecerán en el corazón de muchos pues su siembra tuvo las propias manos de quien las convocó a seguirla para ser luz y sal en el mundo.