Las acciones con metas geopolíticas, como lo subrayó el eximio especialista de geopolítica y ex profesor en Harvard Dominique Moisi en su obra Geopolítica de las emociones, poseen muchas veces móviles emocionales. Entre las emociones  más insidiosas que existen, social y políticamente, se impone el resentimiento. No poder ser como el otro y observar de cerca sus propias limitaciones produce inquina, rabia destructora. Sobre todo si son cuestiones profundas de civilización y de libertades, o de  política internacional.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Francia fue ocupada en 1940 después de una campaña militar alemana fulgurante. Días después Hitler se apersonó a la ciudad luz con su séquito, entre el cual relucía su fotógrafo Heinrich Hoffmann. Admirativo ante la capital francesa, símbolo de la alta cultura entre las élites alemanas, el Fuhrer visitó como un turista entusiasta los espacios arquitectónicos emblemáticos de la recién conquistada ciudad: Opera, Concorde, La Catedral Notre Dame, el Arco del triunfo, Panteón y la obras que para los extranjeros representan el polifacético ingenio urbano francés.

Reservó la torre Eiffel para fotos personales y otras para figurar con sus adláteres militares, en todos los ángulos posibles, a fin de  dejar asentado el dominio alemán  sobre París. Estas poses eran acompañadas de un grosero espíritu de revancha, y un resentimiento asentado en los fatídicos resultados de la Primera Guerra Mundial para Alemania. París se transformó durante la ocupación nazi en un intrincado espacio de persecución de la resistencia urbana, pero también de  juergas y francachelas, de tráficos y de sordas luchas entre el contraespionaje alemán, y los servicios secretos ingleses, soviéticos, estos lidereados por hábiles judíos comunistas no soviéticos, como Robinson y Leopold Trepper.

Luego el líder nazi se desplazó acompañado de su arquitecto, Albert Speer y de su escultor, Arno Becker. Parece que no pudieron comprender la composición multisecular laboriosa con la que se había fraguado París, ciudad inimitable por la superposición de estilos, donde convergen la edad media de Notre Dame y las vastas avenidas construidas bajo la égida del barón Hausmann durante el segundo imperio, a fines del siglo XIX, fraguadas con la rigorosa y bella homogeneidad de sus miles de edificios de seis pisos, y no más de veinte metros de altura. Speer, admirador del Barón francés, anidó tal vez el anhelo de seguir los pasos del esplendor haussmaniano, pero otros fueron los derroteros de la arquitectura nacional-socialista.

París representaba para Hitler la libertad y el esplendor arquitectural; como ciudad abierta, era la negación de su espíritu marcial estrafalario, manifestado en proyectos de construcción como el Germania  (una Berlín remozada), cuyo gigantismo frisaba en lo grotesco. Los bombardeos aliados de 1943 y  1944 hicieron dramáticamente mella en Berlín. Ceñido por la derrota, viendo las ciudades alemanas deshaciéndose, el Fuhrer corroído por el resentimiento, da las órdenes al general Dietrich von Choltrich de destruir París. Según la legenda dorada creada por este general en sus Memorias ( 1950) que aún desgraciadamente predomina, él se habría opuesto tajantemente a esas órdenes. Las investigaciones ulteriores indican lo contrario, el general odiaba a Francia y los franceses, y mandó a poner explosivos en puentes y monumentos. Von Choltrich sin embargo estaba en un París donde la resistencia había penetrado y le hace la vida dura a los nazis.

Hitler furioso por la incompetencia de su general, ordena que se lancen sobre París los siniestros V2 que destruyeron parte de Londres; el lanzamiento debía ejecutarse  desde el norte de Francia. Nada ocurrió, pero es de subrayar que la orden de Hitler emanó del resentimiento de la fuerza bruta nazi contra el esplendor parisino. París de nuevo recobra  su identidad de ciudad libre y hasta libertina, testimonio de piedra de la historia europea, centro del cosmopolitismo  creativo, donde convergieron artistas, políticos, y exiliados de todos los rincones del mundo. El Berlín de los grandes desfiles militares y de las vociferaciones grotescas de Hitler se cae a pedazos bajo los pertinaces bombardeos ingleses y norteamericanos, antes de ser asaltada por el ejército rojo soviético.

Decenios después, Vladimir Putin, presidente de Rusia, impotente para ocupar toda Ucrania en tres días, que se resiste inusitadamente a ser una provincia rusa como lo es Bielorusa, desea amedrentar el mundo libre y democrático blandiendo la amenaza nuclear. Sus ideólogos y sobre todo periodistas ultranacionalistas fanatizados señalan a París y Londres como el blanco de un ataque nuclear preventivo. Putin en persona, para manipular el miedo natural a las armas nucleares previene a las poblaciones del occidente próspero y democrático, y se lanza a fines de febrero 2022 en discursos amenazadores, que huelen a muerte,  discursos irresponsables advirtiendo que utilizaría la fuerza nuclear contra Ucrania y contra ciudades de Europa occidental en caso de intromisión. De manera recurrente vuelve a ofrecerle a las ciudades occidentales el fuego nuclear con misiles hipersónicos, en octubre del 2022, y más recientemente en julio 2023, aunque la destrucción por las inteligentes brigadas antiaéreas ucranianas de varias decenas de los denominado misiles hipersónicos  sobre Kiev, han mostrado que entre los discursos para atemorizar la opinión pública occidental y la realidad pedestre de la guerra hay un trecho largo.

Los periodistas rusos proputin, asalariados con sueldos de lujos, se lanzaron desde el principio de esa guerra imperialista en proclamas de odio contra los ucranios como pueblo, con epítetos y falacias, sobre todo al ver las heroicas destrezas de sus hombres, resistiendo al ‘’segundo‘’ ejército del mundo. Desde abril 2022 Rusia Today, animada por  los discursos bélicos y delirantes de Margarita Simonian, proclama entusiástica que París y Londres  deberían ser arrasadas. ¿Acaso no están a tan solo 200 minutos de Kaliningrado, enclave ruso en territorio alemán y del temible misil Satan II? Estos discursos de resentidos se repitieron en septiembre 2022 y en enero 2023, con el del “periodista”’ Maxim Yusin en la fuente televisiva NTV. Tenemos que taparnos la nariz cuando leemos las traducciones acompañadas de los “programas televisivo’’ animados por estos personajes, reproducidos por Youtube. Nos dicen mucho sobre el subdesarrollo mental de ideólogos que se quedaron recostados en la nostalgia del imperio soviético, con una alta dosis de  espíritu fascistoide.

Es menester comprender que para estos voceros de Putin, París y Londres representan no solamente una ayuda de material militar a la denodada lucha de los ucranios por su independencia y democracia, sino la libertad, los derechos humanos, ciudades donde arriban además rusos de alto nivel de formación, huyendo del primitivismo político (apresamientos y condenas a encarcelamiento abusivos) con el cual  el dictador Putin insiste en mantenerse  en el poder con su camarilla enriquecida por las rentas del petróleo.

Desde los años 1930 los ideólogos nazis, en particular Alfred Rosemberg y su servicio de propaganda y después de la guerra, el stalinismo, estructuraron un discurso frenéticamente antiliberal en cuyas aguas envenenadas se fustigaban la decadencia occidental, el arte degenerado, el libertinaje, el cosmopolitismo, es decir en fin de cuentas la democracia y la libertad. Nueva York, Londres, pero sobre todo París simbolizaban la democracia, la libertad y el constante espíritu inventivo, consustancial a los valores enumerados.

La Unión soviética después de la Segunda Guerra Mundial se lanzó en esas mismas diatribas para encarcelar a millones (mayoría de etnia rusa) de personas en los gulags. La actual jerarquía rusa encabezada por Putin y sus ideólogos se han hecho eco de esa usanza ideológica. La palabra decadencia y degenerado eran los más utilizados por Hitler  y curiosamente atraviesan la inicua fraseología de Putin. Ese comportamiento verbal virulento está enraizado en la consciencia  del atraso tecnológico con relación al occidente, en la posesión del más vasto territorio, con sus decenas de pueblos oprimidos enviados al matadero ucraniano, en una economía de renta basada en la venta  a gran escala de gas y petróleo, a la manera de un país emergente, pese a tener una de las poblaciones más cultivadas del planeta y recursos financieros ilimitados. El resentimiento, como afirmó el viejo Nietzsche, es una moral de esclavo, una enfermedad peligrosa de alma. Sin embargo, en una de esas sesiones televisivas de odio, un exmilitar ruso, izando una sonrisa irónica, les recordó a los animadores vocingleros que Francia posee 300 ojivas nucleares y la Gran Bretaña 200, sobre todo modernas; eso sin contar las centenas  de misiles nucleares que los norteamericanos han sembrado en territorio europeo y en los mares.

Moscú y San Petersburgo en Rusia superarán algún día sus rémoras de pertenecer a un país que escogió la agresión; confiamos en su transformación en ciudades culturales cosmopolitas en un futuro cercano. Para ello habremos de esperar que el emperador Putin acabe su ciclo vital para que esa gran nación, a fin de cuentas europea, se reconcilie con la historia y viva en paz con sus vecinos ex colonias y vecinos.