Estamos llegando al final del primer cuarto del siglo XXI. Para los que son de mi generación, que nacimos en el siglo XX y entramos en este siglo como hombres y mujeres ya maduros -imagino que la mayoría-, profesionales en ejercicio y con hijos, los nietos llegaron (o llegarán) en el siglo XXI, vemos este siglo con los ojos del XX.

Podríamos considerarnos como expertos en el siglo XXI porque lo vivimos desde su inicio con plena conciencia, pero nos causa desazón que el horizonte de hechos e ideas a escala planetaria, y local, nos resultan extraños y amenazantes. Los procesos sociales, políticos, económicos, culturales y ambientales (y hasta religiosos) que están en curso nos provocan aprehensión y más de una noche nos hemos acostado sin sueño pensando en lo que nos depara el futuro.

Lo que aprendimos en el siglo pasado luciera que no nos sirve para entender lo que va pasando e incluso asusta que estemos repitiendo lo mismo que ocurrió en el inicio del siglo XX, sobre todo por el auge de la extrema derecha y la guerra en Europa precisamente en su zona suroeste (Sarajevo-Ucrania).

Es temerario decir que el fascismo ha resurgido -Joan María Thomas, historiador catalán, ha demostrado que eso no es cierto-, pero lo que vemos se parece bastante a lo que fue la Italia de los 20 y la Alemania y la España de los 30. Ya países europeos están abriendo campos de concentración para emigrantes en Albania y se explora hacerlo en Uganda. Por suerte la justicia italiana ha dado marcha atrás a ese experimento fascistoide.

Nosotros nacimos y nos criamos en el contexto de la Guerra Fría (1947-1991), con unas coordenadas muy claras de dos bloques de países encabezados por Estados Unidos y la Unión Soviética, con un polo único de desarrollo en el Atlántico norte, (además de Japón, Australia y Nueva Zelanda en el Pacífico). Un segundo mundo ordenado en torno a las economías socialistas y algunas capitalistas de la periferia bajo dictaduras (Corea del Sur, Chile, España, Sudáfrica, etc.) y un variopinto tercer mundo al sur del Rio Grande, casi la totalidad de África y la mayor parte de Asia. No había forma de perderse, cada día la prensa nos recordaba cómo era el mundo y en donde estaba cada uno.

El caso español es peculiar porque salió de la dictadura franquista en los últimos años de los 70 e inició su andadura democrática hacia Europa. República Dominicana andaba caminos semejantes al español en cuanto búsqueda de la democracia, porque en las elecciones del 1978 pudimos salir de una gran parte de la herencia trujillista con la derrota electoral de Balaguer, pero él retornó en 86 (cosa que no podía hacer Franco) mediante elecciones y hubo que prohibirle ser candidato en las elecciones del 1996 para de alguna manera cerrar ese periodo, aunque no del todo.

¿Qué nos preocupaba finalizando el siglo XX? Tres cuestiones centrales. 1) Políticamente la democracia supuestamente era un anhelo para todos los países, los que la tenían conservarla y las que no la tenían construirla; 2) el desarrollo económico era condición obligada para generar un bienestar cada vez más extendido y reducir la pobreza, era la fórmula para un mundo mejor, antes de repartir había que producir y 3) el control de las armas nucleares para evitar una hecatombe que destruyera la vida en el planeta, que los pocos que las tenían las tuvieran a buen resguardo y evitaran que otros las tuvieran.

Con la implosión de la Unión Soviética nuestra brújula existencial comenzó a dar vueltas sin sentido. La esperada y temida confrontación entre ambas potencias nunca ocurrió y el muro que dividía a Europa en dos partes cayó sin que se disparara un solo tiro. En el argot popular se decía que la gente que vivía bajo el comunismo se hartó de él y decidieron cambiarlo, pero no olvidemos que hubo un Gorbachov que en el 1985 comenzó a hablar de perestroika y glasnost, y millones al este del muro de Berlín le hicieron caso.

La Guerra Fría era gélida a escala de Europa, porque en el resto del mundo fue muy caliente, tanto en América Latina, como en África y Asia.  Recordemos los golpes de Estado a gobiernos democráticos en Guatemala (1954), República Dominicana (1963) y Chile (1973), el asesinato de líderes como Patrice Lumumba (1961) y el régimen de Apartheid en África, y la guerra permanente contra los palestinos para robarles sus tierras (que sigue hoy día) o la Guerra de Vietnam en Asia. Estados Unidos y Rusia peleaban en las periferias mientras en Moscú y Washington, con Europa en el medio, todo eran diálogos, buenas cenas y discursos de protocolo. En toda la llamada Guerra Fría únicamente hubo un momento en que seriamente pudimos desaparecer como especie y posiblemente toda la vida en el planeta, en octubre del 1962, en Cuba.

Desaparecida la Unión Soviética surgieron muchas tesis sobre el futuro de la humanidad, desde las ópticas más optimistas (e ingenuas), hasta las más pesimistas (no menos ingenuas). Ya Popper nos había enseñado hacía décadas que adivinar el futuro (el historicismo) es una tarea de tontos o de autoritarios que empujan su agenda.

No olvidemos el clásico de Francis Fukuyama titulado “El fin de la historia y el último hombre” (1991) que en medio del entusiasmo por la derrota del comunismo soviético afirmaba que a partir de ese momento el mundo entero se articularia en torno a la democracia representativa y el mercado. (Ese librito me hizo ganar mi beca Fulbright en 1991)

Fukuyama no podía imaginar al escribir ese texto del ascenso de movimientos árabes nacionalistas e integristas con capacidad para derribar las Torres Gemelas (menos de una década después de publicar su obra), la corrosión del orden económico mundial y la calidad de vida de las clases medias en Occidente fruto del neoliberalismo (y que provocó la crisis del 2008, de la cual no hemos salido todavía), ni tampoco podía imaginar el poder que ganaría el Internet y sus herramientas en el ordenamiento social mundial, la información y los criterios de veracidad.

El próximo viernes sigo con estas meditaciones generacionales.