Con casi 90 años, José Cestero (1937) le queda joven al Quijote, pero ha copiado su andar de La Mancha, perfeccionándolo en unas calles cien años más antiguas que la primera edición del caballero andante, y lo ha tomado como uno de sus personajes favoritos en sus cuadros.

No pudo imaginar Cervantes que cuatrocientos años después cobraría vida Alonso Quijano para navegar, no en los campos abiertos de Castilla, sino en la primera ciudad fundada del nuevo continente recién conocido en su época.

José Cestero, con pincel en sus manos, ha dado identidad al arte dominicano. Quizás ningún otro artista nacido en estas tierras ha logrado arrancar "esa esencia" que distingue las raíces de los pueblos.

Su arte comunica el aire, el olor, las tradiciones difusas y asentadas en las raíces de la patria quisqueyana.

No conozco, no he visto a ningún otro artista que en breves rasgos apresurados logre captar el olor de la guayaba, la bruma de las mañanas de la zona colonial entre amarillos cesterianos.

Un automatismo controlado porque está injertado en su memoria todos los rincones y grietas de las piedras plantadas por manos tainas bajo el azote español.

Cestero parece percibir aún el sudor de vapores calientes que destilan estas calles añejas. No se acerca a los llantos porque su luz no lo permite. Él siempre sonríe hasta de las sombras que brotan de sus lienzos.

Su sombrero roto de pajas, sus pantalones sucios de grises, su eterno tabaco y el aromático néctar marrón de "la cafetera", aquel icónico lugar descuidado donde osaban recurrir los intelectuales, se van esfumando, dejando a sus fantasmas a cargo de las ausencias.

Hoy camina solitario. Sus pasos agotados apenas imploran alcanzar su nuevo destino. La última vez que lo vi, logré agarrarlo de las manos, pero ya era muy tarde; apenas me conocía.

Me cuentan que se ha ido descomponiendo al punto que vaga sin rumbo entre palabras mudas. Murmullos que algunos dicen son llamados de añoranza a "la cafetera".

Así abandonamos a nuestros creadores, quienes construyen la cultura y dan sentido a nuestra identidad. Los que combaten en trincheras sin armas, pariendo lo que nos da sentido y esencia.

Hostos, un siglo atrás, también "magulló" el polvo del abandono y vagó, al igual que hoy Cestero, por estas calles que a tantos muertos valiosos ha dado consuelo.

Les haremos un homenaje cuando se muera y lo elevaremos al podio de "los grandes" cuando ya esté enterrado en una tumba desconocida… ¡Oh, América infeliz, que solo sabes de tus grandes hombres cuando son tus grandes muertos! (Federico Henríquez y Carvajal)

No hay compasión de la patria, ni de los hombres que la componen. Ni siquiera de los amigos y socios que tantos cuadros baratos le arrancaron. No existe una patria que nos proteja. Estamos a merced del olvido o de una familia compasiva, si es que tenemos suerte…

Hace tiempo que Cestero está ausente. Sus últimos diálogos "extraviados" y sin sentido. Su mirada fría nos indica que detesta estar vivo por no poder mirar más la luz que sus pinturas proyectan.

Hoy todo se ha vuelto gris, gracias al tiempo, que nos va disminuyendo hasta achicarnos como una bola en la que rodamos a virtud de quien nos tire. Es triste la fragilidad de la vejez; nos tocará a todos, ajenos a lo que fuimos…

¡Se nos muere Cestero! ¡¿Y a quién le importa?! Sus amasadores de cuadros así quisieran para incrementar el valor de sus gangas oportunistas. Pocos valoran a sus artistas.

¡Cestero, el arte de la patria! ¡El que logró interpretar en el lienzo nuestra sangre! ¡El más sencillo y modesto creador! Se nos muere en su íntima soledad, su forzado silencio, su mirada perdida.

Ya volveré algún día a recorrer esas calles y te buscaré sigiloso, como la última vez. Y te llevaré de la mano, dejando que la niebla refresque nuestros rostros. Te haré creer que soy Sancho, mientras Del Risco, Oviedo, Tovar, Ginebra y tantos otros nos esperan en la cafetera. ¡Salud! Mínimo Caminero.