De niños, mis hermanos y yo teníamos la inmensa suerte de ir a ver la exhibición de juguetes que antes de cada Navidad montaba uno de esos grandes almacenes que los importaba. Mis padres recibían una invitación para asistir a esa feria, que se celebraba más o menos en octubre, porque eran propietarios de un pequeño negocio en Cristo Rey. La Fantasía y Librería Susy ajustaba su mercancía a la época del año: libros y artículos escolares en agosto; artículos para el hogar el Día de las Madres; calcetines, pantaloncillos y franelas en julio para el Día de los Padres; juguetes en Navidad y una variedad de artículos —como botones, agujas, hilos, carpetas, cinta adhesiva, etc. —que permanecían disponibles todo el año.
Aquel octubre, probablemente de 1977, mi hermana y yo vimos la “Barbie Dreamhouse”, es decir, la casa de ensueño de la Barbie y nos enamoramos de su belleza, de lo que representaba, y la quisimos. A mis padres les pareció una fortuna el costo de ese juguete, pero en su deseo de complacernos decidieron mandar a hacer una casa de muñecas más acorde con su presupuesto y, por supuesto, con su idea de lo que debería ser una vivienda para nuestras muñecas que, por cierto, no eran la famosa Barbie, sino su copia china.
Muchas de las niñas de hoy no lo saben, pero aquella muñeca plástica sin hijos, con casa propia y que ejercía toda clase de profesiones —médica, astronauta, atleta, aparte de modelar bikinis y trajes de lujo— ilustraba las distintas posibilidades que tenían las mujeres. Lamentablemente, la muñeca también ligaba la autoestima de las niñas al hecho de ser atractivas de un cierto modo; pero aquel lema de “sé lo que quieras ser” que aparecía en los empaques de la Barbie desde su creación en 1959, daba alas a los sueños.
No sé si tuvo algo que ver, pero quizás la decepción que nos causó aquella casa de muñecas que mi padre mandó a hacer, hizo que mi hermana y yo fijáramos la mirada en otros modos de ser mujer sin necesidad de seguir el modelo “Barbie”. A decir verdad, en nuestra familia teníamos diversos y fascinantes modelos de mujer, el principal de los cuales —por supuesto— era mi madre. Fue ella quien nos enseñó a leer y a escribir, y también a habitar sin violencia y sin miedo en este mundo.
Además de mi madre, teníamos otros modelos como mi tía Rosa, de carácter fuerte y de una fe inmensa; o Tía Eduarda, una magnifica conversadora que sabía curar enfermedades al menor costo posible; o Tía Felicia, quien salía corriendo a solucionar los problemas de todas las personas que acudían a ella; o Tía Mora, una ávida lectora amante de la cultura; o Carmen, una mujer repartidora de alegría y agradecimiento por donde pasa, por citar solo algunas de las maravillosas mujeres que inspiraron en mi hermana y en mí nuestro propio modo de ser mujer.
Pienso frecuentemente en todas las mujeres que todavía hoy influyen en mi manera de ser mujer. Vienen a mi memoria siempre que observo a las voluntarias que, con su trabajo ejemplar y sus carismas, inspiran a las mujeres adultas y a las niñas en situación de vulnerabilidad y forjan para ellas un mundo más justo en el que sus derechos son defendidos. El Boletín de Estadísticas Oficiales de Pobreza Monetaria en República Dominicana 2023 indica que por cada 100 hombres en situación de pobreza general hay 137.7 mujeres en la misma condición. Y esta brecha entre hombres y mujeres en términos de pobreza afecta a toda la nación.
Se ha comprobado, en muchas partes del mundo, que si las mujeres reciben educación y tienen oportunidades de integrarse plenamente y en condición de igualdad a la construcción de la sociedad, los países prosperan. Pero ese no constituye el único aporte de las voluntarias. Proporcionar a niñas y mujeres diversos modelos a seguir en profesiones y oficios que disipen los estereotipos de género y con los cuales puedan ilusionarse; inspirar el sueño de una vida adulta con sentido, son también aportes importantes que les fortalecen la fe de que son capaces de ser quienes quieren ser, como decía el empaque de la Barbie que nunca tuve.
Sin embargo, alentar en las niñas la dignidad y la independencia resulta insuficiente. La historia de Paula Santana Escalante, joven mujer que fue abusada, torturada y asesinada en su lugar de trabajo a finales del mes de febrero, es una evidencia terrible de esta realidad. Su historia revela el fracaso de una sociedad incapaz de proteger a las mujeres, no ya de sus parejas, sino también de sus compañeros de trabajo. La muerte de Paula, quien en vida soñó con ser azafata, tiene que convertirse en la pesadilla de todos nosotros, hasta que logremos políticas públicas capaces de proteger eficazmente a las mujeres, que puedan otorgar a las mujeres de nuestro país lo que me dio mi madre: una manera de habitar sin violencia y sin miedo este mundo.