“Demandamos alimentos y servicios básicos baratos o, preferiblemente, gratis y lo queremos ahora”. Esta es la pancarta con la que estamos abriendo el camino para comer en basureros, una época en que ser buzo con experiencia en vertederos será mayor garantía para conseguir alimentos que la experiencia y testimonios anónimos que avalan la carrera de un cirujano experto en vaginoplastía.
Con cada informe del Banco Central que muestra un aumento de los bienes y servicios que componen la canasta básica crece la irracional demanda de que está en las manos del poder político garantizar precios justos a todo lo que se necesita consumir para el disfrute de una vida sana. El político típico, por supuesto, con gusto acepta este reto de ser el responsable de proveer alimentos, salud, educación, ropa, zapatos, vivienda, enseres para el hogar, electricidad y combustibles a precios alcanzables porque, obviamente, en sus manos también está imponer la remuneración deben pagar empleadores para que se puedan adquirir.
El control de precios y salarios es un combo bendito para los políticos en procesos inflacionarios porque los futuros comensales de Duquesa ignoran que ese será su destino y están dispuestos a votar a todo el que haga promesas de comida barata y salarios decentes. Por eso el entusiasmo con esas medidas es independiente de si se encuentran o no en el control del aparato estatal. También ambas son más efectivas para ganar poder sobre los empresarios que abrazar el también popular mantra de aumentar el impuesto a sus beneficios. De hecho, si tuvieran que elegir prefieren expandir la cobertura para dictar precios y salarios por decreto que clavarles una reforma con tasas progresivas.
De la existencia precaria que lo diferenciaba poco de los animales el ser humano se empezó a distanciar cuando descubrió los beneficios de entregar su derecho de propiedad sobre un bien (conejo que capturó en tierras sin dueños) para recibir los que el vecino tenía sobre un bien que deseaba más (tilapia que sacó viva del mar). Con el trueque empezaron las personas a descubrir las ventajas de la especialización para mejorar su nivel de vida, ganancias mutuas que se fueron multiplicando en el proceso de descubrir los bienes que facilitaban el intercambio indirecto (cambiar algo por una cosa con que será más fácil adquirir lo que realmente se quiere). El oro y la plata terminaron ganando ese plebiscito universal en hacer la función del dinero y por milenios los políticos tuvieron escaso control o influencia para imponer la aceptación de medios de pago desvinculados de promesa de redención en estos metales, principalmente en oro. Y en todas partes donde los reyes y gobernantes no pudieron destruir los mercados libres en que se pactaban precios de consenso para el intercambio de mercancías mejoró el nivel de vida y en las fondas empezó aparecer lo que antes era privilegio de la nobleza.
Sin embargo, gran parte de la humanidad terminó creyendo a un vago beodo el cuento de la explotación y el anatema de la propiedad privada, de manera similar que creyeron hace dos años el cuento de que “el estado de emergencia por el coronavirus y el cierre de la economía es temporal, cosa de unas semanas en lo que se aplana la curva”. Con esa respuesta a un virus el poder político puso de un golpe a cientos de millones de seres humanos a buscar sustento en zafacones. A nivel global también están ahora con que “la inflación la están provocando los empresarios agiotistas y el gobierno va a decretar los precios para que pueda comer la población”, otra mentira que se asimila como dogma y espero sea recordada cuando tenga que decidir frente a Duquesa entre un contó de desechos generales o el plato de delicias de segunda seleccionadas a mano por los buzos de mayor experiencia.