“No es contrario a la razón preferir
la destrucción del mundo entero a rascarme el dedo”,
David Hume
De acuerdo a David Hume, la naturaleza humana se libera de las sombras que imponen los sentidos, no renegando de estos al transgredir el umbral de la oscura caverna platónica y por fin apelar a la imaginación y contemplación de las ideas extra sensoriales. Nada de eso, sino al reafirmar la experiencia sensorial en función de la revalorización de los cuatro principios del conocimiento humano: el empirismo, la causalidad, la inducción y las pasiones. De esos cuatro fundamentos solo nos queda por exponer la envergadura del último.
- Razón y pasión. Hume pasó buena parte de su vida denunciando lo que años más tarde sería cifrado como “la falacia naturalista” (Moore). Este error reside en el inconsecuente paso del conocimiento empírico en el mundo natural (ese del que solo es conocida una serie indeterminada de eventos particulares de índole sensorial) a la suposición conclusiva de algo o de alguien que, aunque no es de dominio empírico sino sobrenatural, debiera ser o existir.
Ahora bien, si bien es inconsecuente (de conformidad al principio empirista) e ilógico (debido a los principios de causalidad y de la inducción) sacar de la realidad del conocimiento humano alguna suposición de raigambre ética o sobrenatural y religiosa, entonces del razonamiento de Hume se siguen al menos dos conclusiones importantes.
- A primera vista, el pensamiento empirista de Hume permanece enclaustrado en sí mismo, incapaz de ir más allá de lo que logra percibir. Incursionar allende el mundo sensorial de las impresiones y de sus ideas imaginarias le resulta insostenible e injustificable. Podremos desear, querer, creer, opinar, imaginar todo lo presupuesto o querido; pero se trata de un esfuerzo estéril, pues carece de la experiencia sensible de una totalidad o todo causal que sirva de sustento a cualquier deducción.
Por supuesto, las partes podrán tender hacia la configuración de un supuesto todo, pero este no se percibe ni conoce en ninguna de las partes ni como parte y aún menos como todo. Sencillamente, no hay falacia deductiva que avale o explique razonablemente la imperceptibilidad de lo que permanece en la misteriosa nebulosa de la irrealidad ficticia.
- La segunda conclusión es menos simple, en la medida en que aborda una paradoja. Si bien la escuela de pensamiento empírico de Hume retrotrae todo fenómeno a su realidad sensorial pasada y/o presente, no por ello su enclaustramiento termina prisionero de los sentidos, como si estuviera en la cárcel -perdón, caverna- de los sentidos platónicos. Mientras para Platón el oscuro antro de la caverna tiene una salida de escape: la contemplación de las ideas fuera de la cueva y a la luz del sol, para Hume la salida es de manera simultánea de índole lógica y existencial, aunque sin por tanto abandonar los perímetros de la cueva sensorial.
-Salida lógica, porque Hume era consciente que la naturaleza humana era más que su conocimiento empírico. Y lo sabía, ante todo, ateniéndose a sus propios criterios epistemológicos: a falta de una conceptualización empírica y causal de lo universal, resultaría inconsecuente concluir taxativamente -tras analizar de manera inductiva una serie particular de hechos, cada uno de estos experimentado en su respectiva singularidad- que `todo´es y seguirá siendo idéntico a lo ya conocido en dicha secuencia inconclusa de evidencias particulares.
Así, pues, el autor del Tratado de la naturaleza humana no se encierra en un empirismo craso, pero tampoco se contradice a sí mismo. No se encierra debido a que, para ser verdadero, el pensamiento humeano ha de permanecer continuamente abierto a lo próximo, a lo que sigue por ahora como otro y desconocido, en concordancia con la serie indeterminada de particulares fenómenos sensoriales que son los únicos objetos del conocimiento humano. En ese tenor Hume no prejuzga lo que ignora y está por venir -eso que eventualmente aún no aparece en la concatenación de fenómenos perceptibles. Y, por añadidura, tampoco se contradice a sí mismo ya que elude caer en las garras metafóricas de la falacia naturalista para adentrarse irreflexivamente en el desconocido mundo sobrenatural.
-Y salida existencial, pues la exposición humeana dista de ser una variante del racionalismo occidental, perdida como está en la intrascendencia de su propia razón. El ser humano sale de caverna de su propia ignorancia gracias a sus pasiones. Eso así dado que con más de un siglo de antelación a Federico Nietzsche, el filósofo escocés ya había delimitado la envergadura de la razón humana. Su dictum es tan preclaro como tajante:
“La razón es y solo debe ser esclava de las pasiones.”
La labor de la razón, en los escritos de Hume, está articulada con las pasiones. En la eterna lucha de sobrevivir y multiplicarse que ha dado sentido a todo lo vivo, las pasiones son una especie de certeza evolutiva más que un fenómeno intuitivo, mucho más cercano a un aprendizaje evolutivo que a un impulso instintivo.
El señorío pasional se asienta en el hecho de que solo él marca fines a la razón del ser humano. La tarea de la razón es la de discernir entre los medios a ser utilizados, así como los cálculos y conveniencias, encaminados todos ellos a usufructuar objetivos o propósitos, intermedios o últimos. Ahora bien, merece ser subrayado, esos fines no son dictados ni elegidos racionalmente, sino de forma apasionada por sujetos pasionales. La razón no domina las pasiones, estas subordinan, subyugan, la inteligencia racional carente por sí sola de metas y fines.
Así, pues, a pesar de su valor instrumental, la razón por sí sola es incapaz, inoperante e inútil para proponer a cada sujeto humano las metas o fines que cada uno persigue. Dictar las metas finales e instrumentales es privilegio exclusivo de las pasiones soberanas y no de la razón que por sí sola está como el `Homo sapiens de Harari que, al final de su recorrido vital, ni siquiera sabe hacia dónde se dirige.
Ahora bien, si deslindar el ámbito de los fines y de la finalidad última del mundo natural es dominio exclusivo de las pasiones, -no de la razón empírica-, el pensamiento empírico y nada poético del escocés desata -siglos antes del Zaratustra nietzscheano- esta alternativa: o bien (i) la razón occidental continúa entronizada como ama y señora del mundo natural, encubierta en dimes y diretes y sin propósito a la vista; o más bien (ii) ella se somete como esclava de las pasiones que la impulsan y motivan pasando por metas finales hasta conseguir su objetivo final.
En aquella primera alternativa, -(i) seguir dando tumbos, como dice la expresión popular, sin ton ni son-, la supuesta razón deviene un verdadero Tifón: leviatán de cien cabezas -reconocido así en el mundo inferior de la mitología griega (nada que ver con el bíblico)- que dinamiza mitos urbanos e ideológicos del presente mientras el verdadero logos permanece oculto en el subconsciente tras meras opiniones subjetivas e infinitas versiones y relatos parciales e inconclusos de todo.
Sin embargo, en la segunda alternativa -(ii) la razón sometida a los dictados de las pasiones- la tradición humeana del pensamiento occidental respalda aquello que hay de más certero en la naturaleza humana: la consecución de la finalidad última del mundo natural, tal y como establecen las pasiones de la razón.
Esa última alternativa es, a mi mejor entender, la que verdaderamente interpreta el alcance sin igual de la obra del filósofo escocés por excelencia. En ella, entusiasmos, afectos, emociones, propensiones, atracciones, ímpetus, preferencias, sensualidades, apetitos e intereses, pasionales todos, ordenan el proceder humano, mientras la razón actúa en el terreno del discernimiento de los medios para adquirir los fines con que las pasiones la someten. La o las elecciones finales que asumimos corresponden a los éxtasis que padecemos y no a la razón instrumental -`práctica´ dirá años más tarde Kant, `datista´ o `algorítmica´diríase hoy- en la medida en que solo aquellos rompen las cadenas, tanto del normativo moralismo de antaño, como de la inutilidad de una inteligencia artificial ajena a toda verdad, bien o belleza.
Así, pues, David Hume, gracias a ese estricto empirismo con el que reconoce que los invidentes de nacimiento no conocen de colores, nos libera al mismo tiempo, de tantas falacias ideológicas de esas que a cada instante pululan en el mundo contemporáneo, como de exigencias fundamentadas en un racionalismo moralizante fuera del límite natural y, por añadidura, de supersticiones y dogmatismos dependientes de irreales eventos sobrenaturales.
De ahí que ciertamente el futuro de lo que conocemos empíricamente no esté escrito; tampoco el desenlace político y ético de nuestro régimen de derechos y libertades, y ni siquiera nuestros objetivos y finalidades últimos. La supervivencia de la libertad no tiene por qué seguir siendo un simple continuum de lo mismo que ha acontecido hasta ahora; tampoco la de la democracia y aún menos la del planeta tierra y su era de homínidos bajo la égida del primate inteligente por excelencia. No existe el conocimiento acabado de tal secuencia continua, indefinida e indeterminada al infinito; y añado, al margen de que el tiempo futuro implicado en lo no finito esté en entredicho por la automatización e inteligencia artificial de -sabe quién- algo o alguien.
Por ende, valga esta postdata. Reconocer y redimensionar las pasiones a las que nuestra razón ha de obedecer no consiste en reducir aquellas a mero Lazarillo de Tormes de esta. Por eso conviene dejar de creer que dos más dos son y siempre serán cuatro, que blanco y negro no se confundirán o que el bien y el mal constantemente se repelerán. El conocimiento empírico no está ensimismado. El logos padece. Y por ende, a la espera de la consecución del último fin de la naturaleza humana, no hay por qué desconocer que -desde tiempos del estagirita Aristóteles, mucho antes de que lo reconociera David Hume- la potencia de lo posible puede llegar a ser el acto de lo que es -dicho sea de paso- a pesar de lo imposible, lo inesperado o lo sobrenatural que el devenir todo de la nada aparente ser o aceptemos creer que es.