Comienzo con una cita larguísima, perteneciente al primer párrafo del libro de Haruki Murakami titulado De qué hablo cuando hablo de escribir: “La mayoría de los escritores (calculo que alrededor del noventa y dos por ciento), y me incluyo a mí mismo, pensamos: «Lo que yo hago o escribo es lo correcto. Salvo unas pocas excepciones, los demás se equivocan, ya sea en mayor o menor medida». Vivimos condicionados por ese pensamiento por mucho que no nos atrevamos a decirlo en voz alta. Aunque nos expresemos con cierta modestia, dudo que a mucha gente le gustara tener como amigo o como vecino a alguien así”.
Muchas personas —particularmente aquellas que han quedado marcadas por algunas malas experiencias de conversaciones fallidas con escritores— consideran que es una mala idea preguntarle a un escritor qué piensa acerca de su oficio. No obstante, como esta vez quien opina no es otro que Murakami, el eterno candidato al Nobel, autor, entre muchas otras novelas, de esa joya que es El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, supongo que su opinión deberá al menos ser tomada en cuenta.
Cuando leí ese pasaje del ensayo de Murakami, mi primera reacción fue preguntarme: ¿Puede un escritor permitirse albergar dudas respecto a si lo que escribe es “lo correcto”? Pero, casi de inmediato, recordando algunos episodios reciente de la vida literaria dominicana, opté por cambiar esa pregunta por esta otra: ¿Qué le sucede al escritor que entiende que otra persona puede saber mejor que él cuál es la manera “correcta” en que debe escribir sus obras?
No dudaré ni por un instante que algunos escritores contemporáneos juran que van en coche en esta era de coaches. Se los ve pasar a lo lejos, como los paquebotes que dejan estelas en el horizonte, sin percatarse de que escribir es algo muy distinto a aplicar las fórmulas de un recetario, por muy famoso y caro que este sea. Personalmente, considero que este es el mismo tipo de personas que confunde la gimnasia con la magnesia.
Por razones evidentes, Murakami ni siquiera menciona en su ensayo nada que pueda compararse con la situación en que nos encontramos los escritores dominicanos que no nos hemos transado con los coaches, la cual es lo más parecido a la de esos funámbulos que caminan sobre una cuerda floja sin —absolutamente— ninguna malla protectora, es decir, sin lectores y ante la más rotunda indiferencia de parte de nuestra sociedad, a menos que uno se preste a participar en alguno de los actos de nuestra aburridísima tragicomedia política.
La metáfora parece brutal, pero, créanme, es necesaria. En efecto, ¿se ha preguntado alguien alguna vez qué sucedería si a uno de esos funámbulos le entraran dudas sobre si la suya es la manera correcta de caminar sobre una cuerda mientras se encuentra en mitad de su acto? Es casi seguro que todos estaremos de acuerdo en que su única alternativa sería seguir dándole para allá o dejarse caer.
Si es así, se comprenderá entonces que la inmensa mayoría de los escritores dominicanos estamos condenados a “darle para allá” a la escritura, y a sobrevivir en esa forma de autoengaño que consiste en creer que las personas que nos publican nuestros libros son “editores”, que aquellos que nos elogian nuestras publicaciones son “críticos”, que EL LUGAR (pues solo hay uno, hasta prueba en contrario) donde depositamos algunos ejemplares de nuestros libros es una “librería”, etc.
En esas circunstancias, se comprenderá que el ejercicio de la literatura es para los escritores dominicanos lo que la metadona es para los adictos a la heroína: un producto de sustitución, cuando no un camelo o un simple placebo.
Y esto es así porque la verdadera vida siempre ha estado en otra parte.
Es por eso que la lectura de este ensayo de Murakami solamente podrá soliviantarles el ego a muchas personas que, entre nosotros, se sienten ser “escritores profesionales” por haber ganado algún premio, publicado tal o cual cantidad de libros.
Al resto de nosotros, incluyéndome a mí que durante los últimos 30 años me he ganado la vida escribiendo libros de texto para varias empresas editoras y que hasta la fecha he publicado como editor independiente 27 libros de mi autoría, entre novelas, libros de relatos, ensayos y poemas, la idea de ser considerado un “escritor profesional” en mi país me produce más risa que un chiste de Pepito.
Esto así porque lo que está claro entre nosotros no es la diferencia entre “oficio” y “profesión” en materia de literatura, ni la manera en que tú asumes públicamente tu situación ni el lugar político-social desde donde la asumes, sino el respaldo social y económico que pueda tener tu obra. Por esa razón, siempre habrá personas a quienes les bastará con ganar un premio para creerse “profesionales” de la literatura, mientras que otros se las arreglarán para vender sus libros como si fuesen plátanos.
Es precisamente esto lo que les permite a los coaches vender la ilusión de que ellos pueden “convertir” en escritores profesionales a todos aquellos que aceptan pagar en dólares por ese espejito. Uno de esos coaches, por ejemplo, es Steven Pressfield, quien afirma que eres profesional cuando dices que lo eres (cfr. Turning pro).
Lamentablemente, una cosa es esta variante del pragmatismo como autosugestión o como magia verbal, y otra muy distinta es el acto de poner a sonar las campanillas de las cajas registradoras, puesto que, hasta que se demuestre lo contrario, una profesión es una actividad laboral que requiere de una determinada formación académica especializada, por lo que, quien no disponga de esta formación, podrá ser incluso muy bueno en su oficio, pero no será un profesional.
Y es precisamente este detalle el que les permite a los coaches hallar un nicho entre los engranajes del sistema, al verificar que la mayoría de las universidades no solamente no disponen de una formación especializada en técnicas de escritura literaria, sino que, para colmo, en la actualidad están desmontando las formaciones que, en el pasado, permitían que los estudiantes no salieran al mundo a exhibir una ignorancia garrafal en materia de literatura.
En su ensayo, Murakami se refiere a sus inicios como escritor tratando de señalar que a él también le resultó difícil lograr ser reconocido: “Cuando publiqué Underground, me llovió todo tipo de críticas despiadadas por parte de los escritores que se dedican a la no ficción: «Desconoce los fundamentos básicos de la no ficción», decían algunos. «Ha escrito un dramón propio de un sentimental de tres al cuarto». También: «Un simple pasatiempo». / Mi idea era escribir una obra de no ficción sin seguir el dictado de determinados fundamentos o reglas, sino como yo entendía que debía ser. El resultado fue que pisé la cola de los tigres que vigilaban el territorio sagrado de la no ficción. Al principio estaba muy desconcertado”.
Ser reconocido por sus pares es la flor de desconsuelo (“esperanza inútil”) de muchos de aquellos que comienzan a escribir. Muchos de ellos ignoran que dos de las figuras sociales de la mezquindad literaria dominicana son la de la visita que llega sorpresivamente a la hora del almuerzo o la de la cama cuya sábana apenas alcanza para cubrir a quienes ya están allí apretujados. La inflación de los egos apenas deja espacio para que alguien respire en un arca de Noé donde solo cabe un ejemplar de cada especie.
Como quiera que sea, esta cita de Murakami me permite señalar dos aspectos distintos y casi antagónicos de la relación entre el escritor dominicano y su sociedad. Por un lado, está el escritor considerado desde el punto de vista de su ejercicio de la escritura; por el otro, está el escritor considerado en función de su “representatividad” como perteneciente a una comunidad (“hijo predilecto de Moca”, “arquitecto y poeta”, “abogado y novelista”, “miembro de la diáspora”, “militante del partido X”, etc.), a una “generación” (“el mejor poeta de los 80”, “el más prolífico cuentista de los 70”, etc.).
Hubo una época en la que la primera vertiente de consideración era la que poseía más peso a la hora de determinar el valor de un autor, puesto que el nivel de instrucción escolar de nuestra sociedad permitía a más personas establecer un criterio de gusto con más o menos independencia respecto a los juicios ajenos. Pero esa época terminó a principios de la década de 1990. A partir de entonces, lo que nos encontramos, a diferencia de lo que dice Murakami en su ensayo, es una pregnancia cada vez mayor de los juicios basados en la “representatividad” de lo “comunitario”, lo “colectivo” o lo “identitario” a la hora de establecer el valor de los textos.
Y como, por suerte o por desgracia tampoco esta vertiente ha logrado hasta ahora conectar con la sensibilidad de una sociedad aletargada por las cuatro principales chácharas (política, religiosa, publicitaria y deportiva) que, entremezcladas, constituyen el ruido de fondo de nuestra realidad social ante el descalabro sistémico de nuestra formación humanística, los escritores dominicanos, tanto aquellos que se sienten ser “profesionales” como los que se conformarían con ser considerados buenos artesanos, se verán muy pronto en la obligación de elegir entre dos males: conseguir un coach que les enseñe a escribir en inglés para, de ese modo, ser ninguneados en dos lenguas, o seguir escribiendo en español para así continuar disfrutando del privilegio de culpar al “sistema” por sus propios desatinos.
Por mi parte, como no me siento a gusto en ninguno de esos dos grupos, yo continuaré dándole para allá a esto de escribir.