“Le maté por azar en un impulso

ciego y desnudo de cólera,

una necesidad de liberarme

y respirar al fin

que me nació de súbito”. (Elvira Daude)

 

Creedme. No peco ni me excedo en mis palabras si os confieso que siempre me costó acostumbrar mis oídos a la mentira. Aceptarla en los demás, darla por buena, me supuso ya desde niña un esfuerzo agotador. Lo cierto es que no la soportaba. Desde muy pequeña, el hecho de que la gente me engañara, me enloquecía con la misma intensidad que hoy. Hay algo en el artificio que me provoca un profundo desasosiego hasta lograr enfermarme. Ser consciente del engaño de un amigo, de una buena compañera allá en mi temprana adolescencia, provocaba que el mundo oscilara bajo mis pies, que girara tan deprisa que todo mi cuerpo anticipaba la náusea. Esos momentos, invariablemente, solían terminar con la cabeza hundida en cualquier inodoro de mi instituto, vomitando mi desconcierto. Hoy continúa produciéndose un seísmo de magnitud máxima en mi interior cada vez que veo aparecer la fea cara del engaño. En realidad yo diría que nada ha cambiado para mí con el transcurso de los años; puedo, sin embargo, confirmar que me resulta más sencillo interceptar sus efectos y que estos se muestran menos devastadores. Hoy  reconozco la mentira y me anticipo a su poder destructivo. He llegado a percibir con tanta claridad su trayectoria que podría registrar, sin error posible, su velocidad de avance y precisar con acierto su radio de acción. Se podría decir que detecto una patraña al vuelo y es que todas vienen precedidas de ese tufo hediondo que repugna a mi olfato, ávido siempre de aire limpio.

Habría de ser con Darío y pese al largo camino recorrido hasta entonces, con quién obtuviera mi cum laude en la materia. A lo largo de nuestra  dilatada relación el aire se enturbió y no poco en demasiadas ocasiones, a veces hasta hacerse irrespirable. La burla descarada, la bravata mentirosa y consciente que ofende la inteligencia, el desparpajo a la hora de trastocar la realidad hasta configurarla a su propia medida, formaban parte de su naturaleza de una forma tan genuina como si atenerse a la vida y narrarla ciñéndose a la verdad fuera para él un contrasentido y una afrenta. Engañaba sin sonrojo ni culpa, como lo hacen los seres engreídos e incapaces de contemplar nada distinto a sí mismos. Yo, la verdad os digo, apenas me sentí tentada a creer en sus palabras ni un segundo de mi vida. Supe pronto que yo sería una más en su larga lista de mujeres y hombres desdeñados. Él nunca hizo ascos ni  distinciones de género cuando de decepcionar al mundo se trataba. Su siniestro y apabullante egoísmo, enmascarado por rutina tras una tímida y dulce sonrisa, abarcaba todo cuanto se aproximara a su órbita. Era insaciable.

Mi amor era, sin eufemismo posible, un manipulador de libro. Sagaz de pensamiento, reflexivo y pausado en sus formas, serio y adusto en el gesto, Darío poseía una mirada acerada a menudo oculta bajo aquel largo flequillo de tono pajizo, tan de moda cuando nos vimos por primera vez y que siguió usando por costumbre hasta el fin de sus días. Tuve entonces y aún tengo, la sensación de haberle conocido desde siempre, como si ambos hubiéramos sido propulsados a este mundo por un mismo canal de nacimiento y en el mismísimo instante. Conocía bien sus gestos, su arrogancia a duras penas contenida, su locura infinita y pese a ello yo le adoraba. O al menos así fue al principio.

Los sentimientos se me mostraban en aquellos primeros momentos altivos y absurdamente incontrolables. Nadie hubiera podido contrariar mi afán. Estaba llena de una pasión retadora, tan desafiante y atrevida que no se detenía ante nada. Era el mío uno de esos amores que presagiaba tragedia auguraban las lenguas de doble filo. Luego cambió. Todo en mi cambio. Años más tarde, llegaría a amarle de modo tranquilo. Es más, acabé por entender que pese a hacerlo, le aborrecía al mismo tiempo con idénticas ganas. Lo cierto queridos es que acabé por detestar casi todo en su persona. Todo en él llegó a molestarme y a pesar de ello allí estaba -inamovible- esa añeja vocación bien arraigada y decidida a permanecer a su lado. Y es que os juro que a veces, en medio de nuestra personal debacle, yo aún lograba ver en él a un ángel. Otras, las más por el contrario, era apenas un reptil ante mis ojos.

Para entonces le conocía tan bien como a la palma de mi mano y podía leer en él con tanta facilidad  que ni uno solo de sus renglones llegó nunca a sorprenderme. Era de inteligencia despierta sí, pero no tanto como para que me deslumbrara para siempre. Su pensamiento podía parecer lúcido y notable, pero si le prestabas la debida atención tan solo resultaba ser quimera y espejismo. Si te aproximabas,  cuando aún todo brillaba en sus ojos, producía un efecto hipnótico y capaz de embaucarte, pero más pronto que tarde su fulgor se apagaba y devenía  gris opaco como poso de ceniza. Pensé, apenas superados aquellos primeros meses de mutuo éxtasis, que era un individuo aburrido y previsible hasta el bostezo. Lo seguí pensando hasta el final. Darío fue un error. Un ser absurdo.

El porqué seguí años y años aferrada  a su costado, respirando cada noche su aliento, encendiendo su sexo, aguantando sus eternos monólogos acerca de sí mismo -largos, tediosos e insoportables- es algo que aún hoy ignoro. Hubo otros hombres claro, la nuestra fue siempre una relación abierta, pero por supuesto no, a él no le importaba sabiéndose preferido entre todos los demás. El pobre no llegó a intuir siquiera que nunca le amé del todo, jamás llegué a ser un cheque en blanco para él. En el fondo, y aunque no llegara a interpretarlo correctamente, me necesitaba. Precisaba de mí y de mi presencia, incluso para que el aire penetrara en sus pulmones y así fue realmente como perdió la vida señores míos. Sin oxígeno que le alentara e inerte entre mis manos. Y me van a disculpar la vanidad de que me atribuya todo el mérito, pero lo hice todo yo y me llenó de orgullo.

Hacía muchos meses que venía estudiando el asunto, sopesando las variables hasta adquirir la certeza de que ni una sombra lograría alterar el resultado apetecido. Mentiría si os dijera que recuerdo cómo y cuándo comenzaron en mí todas aquellas cábalas. Ni siquiera recuerdo un detonante que diera el pistoletazo de salida. Un día de tantos fui consciente de que  estaba decidida a acabar con Darío y no solo por salvaguardar mi vida, por respetarme a mi misma, por vencer su desdén y superar aquel maldito momento en el que nuestras vidas se habían cruzado. Me lo debía y le debía al mundo evitarle su penosa presencia. Y sí, es cierto. Le maté. Yo le maté. No pude hacer nada distinto a lo que hice, aunque ahora ya no recuerde demasiado todo aquello. Esta maldita cabeza me va borrando poquito a poco las pistas. Se que le maté con pleno derecho, pero no alcanzo a unir las piezas que completan este puzzle.

Mi cama es hoy estrecha y solitaria entre estas cuatro paredes. Me acompaña, ahí afuera, un enorme jardín del que no consigo disfrutar. Las enfermas me parecen necias y tediosas como moscas aún incluso en su demencia. No hay virtud en la locura, no os equivoqueis al juzgarlas ¡pobres bestias sin sentido desligadas del mundo! Mi vida languidece en el interior del quinto pabellón. Soy isla rutilante en medio de este amargo y desolado archipiélago. A veces, como  ráfaga de aire fresco, evoco mis manos en torno a su cuello apretando. Él ausente bajo los efectos de la droga. Yo contando despacito: uno, dos, tres…cincuenta. Descansa. ¡Aprieta! ¡No aflojes! Aprieta, aprieta, aprieta… Y entonces como ahora todo empieza a diluirse de nuevo y a perder sentido  – Agente, he matado a un bicho infecto que afeaba mi jardin. Y justo en ese instante, incluso en medio de la nebulosa que me cubre de olvido, intuyo que debió de ser un hermoso final.