Tanto que nos ufanamos de los logros económicos del país, sobre todo en materia de turismo. Tanto que el gobierno (este y los anteriores) alardean de nuestro PIB, de las telecomunicaciones tan modernas que tenemos, de lo mucho que avanzamos. De lo que no pueden jactarse es del atraso institucional y político que nos acosa por todas partes, todos los días, en todas las instituciones del Estado; un atraso promovido y protagonizado por los partidos del sistema y sus dirigentes, que se creen por encima del bien y del mal. Los mismos partidos y dirigentes que no acaban de implementar la carrera de función pública para no interferir con las prácticas clientelares que, a falta de ideologías y propuestas, son su principal instrumento de captación de votos; los mismos que por unanimidad se resisten a adecuar las leyes electoral y de partidos para seguir actuando como chivos sin ley, cogiéndole dinero a cualquier delincuente, vendiéndole sus servicios al mejor postor (y llamándolo transfuguismo), haciendo campaña electoral cuando les da la gana, inventando artimañas nuevas cada día para seguir enriqueciéndose a costillas del Estado.

Esta reflexión -o más bien, desahogo- viene a cuento porque hace poco regresé del extranjero por el Aeropuerto de las Américas y, al igual que en ocasiones anteriores, salí indignada de allí. Se trata, dirán ustedes, de una experiencia nimia, sin mayor importancia al lado de los escándalos políticos a que nos tienen acostumbrados, lo cual es cierto. Pero nimia y todo, la experiencia sirve para ilustrar cómo el atraso político convive con la presunta modernidad e impide el buen funcionamiento de las instituciones y los servicios del Estado -y, en consecuencia, el verdadero avance del país-.

Regresaba de Ecuador, un país pequeño bastante similar al nuestro en cuanto a nivel de desarrollo -según el último informe del PNUD, su IDH es de 0,718 contra 0,767 de RD. Específicamente regresaba de Guayaquil, una zona costera que en términos culturales se parece más al Caribe que a la más circunspecta cultura andina de su sierra, con su fuerte impronta indígena. Por eso resulta instructivo comparar la experiencia vivida en los dos aeropuertos, cuyas diferencias no pueden entonces atribuirse a grandes disparidades culturales o económicas.

Contrario al aeropuerto de Guayaquil, en el área de Migración de Las Américas no había empleados asistiendo a los viajantes y manteniendo el orden de las filas, por lo que estas rápidamente se anarquizaron cuando un grupo trató de pasar por el registro automático (Auto Gate) y al no tener éxito decidió invadir las otras filas en vez de irse al final de la cola. El avión llegó a la medianoche y era el único vuelo en el aeropuerto, por lo que esperábamos que las maletas salieran rápidamente. Qué va. Media hora esperando por ellas sin que nadie nos diera una explicación. Cuando finalmente aparecieron, nuestra maleta nuevecita presentaba un tajo de 8” que había desgarrado por completo la lona del compartimento central. Por suerte habíamos asegurado los zípers principales con bandas plásticas, porque los zípers no asegurados llegaron todos entreabiertos, cosa que también le ocurrió a otros viajeros.

Como los pasajeros no podemos ver el desmonte del equipaje, solo los empleados saben qué estaban haciendo con las maletas durante todo ese tiempo y por qué llegaron en la condición en que lo hicieron (en un viaje anterior, nuestra maleta llegó completamente embarrada de aceite negro). Lo que sí pudimos ver clarito fue la posterior indolencia del personal de aduanas, que nos obligó a hacer una fila larguísima para pasar el equipaje por la única máquina de rayos X en operación, mientras 3 funcionarios cherchaban tranquilamente recostados de la segunda máquina, que permaneció apagada. Contrario a Guayaquil, nadie revisaba los tickets del equipaje para evitar que algún viajero distraído se llevara la maleta ajena, nadie ni siquiera miraba con atención la pantalla por donde pasaba el pesado equipaje que nos obligaban a subir a la correa.

A la informalidad y poca profesionalidad de la mayoría de los empleados, cuyo trato para con los pasajeros y estridente tono de voz dejan mucho que desear, se suma la evidente falta de supervisión, por lo que no hay nadie a quién dirigirle preguntas o quejas. Muy diferente al aeropuerto de Guayaquil donde el personal está impecablemente uniformado, por lo que es fácilmente reconocible, y muestra el comportamiento cortés y competente de empleados adecuadamente entrenados y supervisados. ¿Cuántos de los empleados de Migración y Aduanas son funcionarios públicos de carrera, con requisitos que cumplir y cuentas que rendir, y cuántos son compañeritos del partido a los que les regalaron esa botellita para que vayan cada día a ponchar la tarjeta del mínimo esfuerzo? Lo mejor que se puede decir de esta administración es que solo tienen un funcionario en cada casilla de Migración, contrario a uno de los gobiernos del PLD, cuando uno te revisaba el pasaporte y otro te lo sellaba. Dos botellas por casilla, las dos pagadas por los contribuyentes.

La informalidad y la canchanchanería son problemáticas por muchas razones, empezando por la pésima impresión que dejan en los viajeros. Si a mí que soy dominicana me indigna la ineficiencia y el ambiente de oficina pública que se respira en el aeropuerto, no quiero ni pensar cómo se sienten los extranjeros por primera vez expuestos a esta idiosincrasia de colmadón. Y luego está el problema de la corrupción, compañera inseparable del clientelismo y razón por la que nadie nunca me dará una explicación por la destrucción de mi maleta. Esas cosas pasan, me dirán… Aquí en este país tan moderno, donde to es to y na es na.