De la noche a la mañana, sin consenso, en los predios del Senado camina un proyecto de ley que pretende modificar la ley 42 de 2008 que crea la descentralizada Comisión Nacional de Defensa de la Competencia (Procompetencia) para poner a tiro de un decreto la designación de los titulares de la presidencia y del Consejo Directivo, en vez del sistema actual, más democrático, fundamentado en una evaluación pública de postulantes por parte de ese poder del Estado.
Sería un gran retroceso. Inaceptable, a la luz de las demandas de la “glocalización”. Un desatino prematuro que agregaría más fuego a la hirviente caldera social actual y provocaría serios cuestionamientos a nivel internacional.
Se trata de un “favor” que para nada necesita el presidente de la República Luis Abinader, en cuyos hombros caería la responsabilidad de la promulgación y el sambenito de un nefasto precedente salcochado en otro caldero.
Mucho menos el oficialista Partido Revolucionario Moderno (PRM), que aspira a repetir la victoria en 2024. Ni los opositores Partido de la Liberación Dominicana, Fuerza del Pueblo, Partido Revolucionario Dominicano y organizaciones políticas emergentes que pujan por regresar.
Tal cambio sería interpretado por la sociedad como un acto de connivencia con operadores de los mercados viciados en corrupción y demás prácticas opacas en desmedro de pares que se rigen por la ley, y una agresión a los propios consumidores y usuarios.
La Ley General de Defensa de la Competencia debe ser modificada. Cierto.
Pero eso debe ser para mejorarla mediante un proceso tranquilo, sin prisa, con la participación de representantes de la institución, los partidos políticos, los consumidores, los usuarios y la sociedad civil.
Cuando llegue ese momento, la manera de selección de la presidencia y el Consejo Directivo ni siquiera debería ser tema de discusión en los debates, porque -se supone- aquello que está bien no debería cambiarse, si no es para mejor.
Cambiar la evaluación oral, pública y contradictoria por un decreto sería una apuesta a su debilitamiento institucional que favorecería a quienes viven al acecho para desmadrar a la institución que vela por una cultura de libre y leal competencia en un país donde la libertad de empresa está constitucionalizada.
Procompetencia tiene la altísima responsabilidad de promover y defender la competencia en los mercados de bienes y servicios para crear eficiencia económica y generar beneficios en favor de los consumidores.
En ese contexto, conforme la ley 42-08, persigue los acuerdos anticompetitivos y/o prácticas concertadas; abuso de posición dominante y los actos de competencia desleal.
Un desafío monumental, que todos -los de arriba, los del medio y los de abajo-, debemos asumir sin temor.
Porque, en la medida que las conductas prohibidas ganen cuerpo, se alejan potenciales inversores, se limita a agentes económicos activos que cumplen la ley; se fijan precios antojadizos y no hay garantía de calidad en los productos ofertados.
Y eso es un atentado contra la estabilidad económica y los derechos de los consumidores y usuarios. O sea, contra la sociedad toda.
Procompetencia es una institución descentralizada del Estado de alta pertinencia social. Su carácter técnico debería motivar miradas reflexivas, distantes del fuego político.
Cualquier acción precipitada o caprichosa conspira contra su existencia, y el proyecto en cuestión cae en esa categoría. Su proponente y el liderazgo del primer poder del Estado, sin distinción de partidarismos, debe retirarlo para pasarlo por el filtro del consenso real. Se librarían del peso histórico de sacrificarla y dañar a la sociedad.
No hay razones para tanta velocidad; sobre todo, porque en el Congreso reposan otras piezas más urgentes para el pueblo, como las leyes de Ordenamiento Territorial, de Agua y el Código de Comunicación.
Si algo urge la autoridad nacional de competencia es el fortalecimiento de su independencia, blindarla, para seguir con su honrosa tarea de perseguir las malas mañas que suelen darse en los mercados y así facilitar la inversión local y extranjera.
Estemos claros: desviarse de esa dirección favorecería a quienes apuestan a su muerte para que el caos predomine en los mercados.