Tenía esa manera abrupta, infantil, de llevarse, de llevarte. Era su marca esas ganas de compartir, de llevarte a un jardín para bien al fondo mostrarte su última hazaña, una planta, mientras los gatos que venían de la azotea de Johnny Bonelly la pasaban como nunca con él. Tras cada recogida en su última casa de la Emilio Prud’homme esa invitación a ver el hoyo en la calle Mercedes, por donde se fue el medio cuerpo de Manuel Moreta se enterraba en plena Ciudad Colonial.
Ahora que “cucuteo” en viejos papeles, me asaltan imágenes de una de esas Atlántidas con la que ya no sabremos adónde ir. Estoy frente a un cartel de mis gracias y mis desgracias, una serigrafía de 1987, hecha en el dolor, el barullo de los recuerdos, la convocatoria a unos ausentes que desde entonces no han dejado de gotear en nuestras vidas.
El 13 de agosto de 1986 se nos había ido el artista visual Fran Almánzar. A sus 39 años se nos marchaba un creador, un militante, toda una personalidad y más que un hermano, luego de un par de años de lucha contra el cáncer. Internamientos en la clínica Rodríguez Santos, quimioterapias excesivas en Cuba y unos meses últimos, desahuciado, dando tumbos. Qué duro esperar esa guadaña, pero también, por suerte, qué bueno contar con todo el amor de su última compañera, Chiqui Vicioso, el cuidado de sus devotos, entre los que siempre me conté. Fran con sus soldaditos de plástico, recuperando sus días de la infancia en el Santo Cerro, allá en su apartamento de la cuarta o quinta planta en el Conde. Fran con su sombrero de Panamá, ocultando la caída del pelo, por las radiaciones. Una de los momentos más hermosos fue cuando nos dimos un viaje en yola por el Ozama. Todavía no me explico cómo pudo aparecer un yolero, de esos mencionados por René del Risco Bermúdez en “Se me fue poniendo triste, Andrés”, de los que cruzaban desde Villa Duarte “hasta la ciudad”, hasta que el Puente de las bicicletas fue borrando ese antiguo servicio. Pero ahí estábamos, Fran, Chiqui y yo, disfrutando las sucias aguas del Ozama, los zumbidos de las balas de 1965, toda la fantasmagoría y los restos de ese humor tan ácido del que Fran nunca se podía deshacer, y el yolero ofreciéndonos esa última vela romana de la alegría por el río.
En aquellos meses Fran se convirtió en tema para un documental de René Fortunato, que en vida ya no pudo ver.
Al año justo de su partida se estrenaba “Frank Almánzar, imágenes de un artista”, en el Museo de Historia y Geografía. A Tony se le encargó el cartel de presentación. Una semana antes fuimos convocados por el artista a su casa-taller, en su mágica segunda planta de la Barra Dumbo, en la Nouel, frente al Parque Independencia. Mientras la poeta Vicioso aportaba una de las más hermosas fotografías de nuestro artista, yo aventuré una crítica que me valió todo un huracán: el nombre debía ser “Fran” y no “Frank”. ¡Y para qué fue eso! Después de esas habituales y fogosas discusiones de los años 80, que a veces, por cierto, extraño, Tony me dio un botón de su casa. Con el rabito entre las piernas y despidiéndome con todo el cariño de siempre de su mamá y Alejandro y Miguel, me iba con tremendo nudo en la garganta.
¡Porque sí! ¡Porque a Francisco Tiburcio Almánzar no le gustaba esa “k” gringa! Ahora que veo a “Frank” y no al “Fran” sugerido, vuelvo a ese cuerpo, a ese instante de la desolación.
Por suerte que a Tony y a mí se nos fue el pique al poco tiempo, volviendo a patrullar el Conde, el Mercado Modelo, el malecón, La Habana, en fin, ¡tantas cosas!
Para mi cumpleaños del 2004 recibí un paquete, con tres estampillas de un Peña Gómez sonreído, confiado, como un empleado del mes de Helados Bon. Al desenvolverlo, ¡qué grata sorpresa! ¡El afiche del botón de 1987!
Ahora, en diciembre del 2024, a veinte años de ese regalo, a siete de la partida de Tony, vuelvo a esas aguas turbias de los recuerdos, esas que que pescas porque sino sólo estarán las nubes y esas sí que están lejos.
Pienso en Chiqui, que fue como una herencia de Fran, pero también como una de las viajeras en aquel barco de los locos donde también estaban Belkis, Jorge y Tony.
Pienso también en otro barco donde igualmente Tony era como Capitán a todo vapor, sus gritos de guerra de “¡el poeta Chilinsky!” cuando en alguna camioneta me iba a buscar a Las Américas, con María P. y El Super, y por qué no, la otra tripulante, la Gabi, con su comida del 24, sus oraciones por todos los presentes, agradecida por las manzanas y uvas compradas en el Parque Independencia y tan obligatorias en esa mesa que se me fue.
Mis papeles son un campo minado. Esa manía de conservar como si me salvara de un naufragio naturalmente me conduce a nuevas mareas. Y también me mareo. Y también vuelve ese jodido nudo en la garganta de todos los diciembres desde hace dos o veinte años.