Hace poco se conoció el contenido de la propuesta que baraja el Poder Ejecutivo para reformar la Constitución. La modificación tocaría diversos puntos: desde el número de escaños en la Cámara de Diputados hasta la forma de elección de la Procuradora General de la República y su presencia en el Consejo Nacional de la Magistratura, pasando por la distribución de competencias en lo que concierne a la política del Estado contra la criminalidad, la unificación de las elecciones y, finalmente, la presunta intangibilidad que ha de caracterizar la regla sobre reelección presidencial. La propuesta, aunque focalizada, tiene una clara vocación sistémica.
A pesar del poco tiempo transcurrido desde que se hizo público el potencial contenido de la eventual reforma, es mucho lo que se ha opinado al respecto. Y lo que falta. Nada de malo habría en ello de no ser por el hecho de que una abrumadora mayoría de esas opiniones proviene de la comunidad jurídica; mejor dicho, de una parte de ella. Hay, pues, cierto tufo a la juristocracia (https://elpais.com/opinion/2024-07-24/la-juristocracia.html) de la que habló hace poco Daniel Innerarity: los grandes asuntos colectivos (y una reforma constitucional sin duda lo es) son dominados por los juristas, olvidando –por ejemplo— que los textos constitucionales tienen una dimensión política que corre en paralelo a su dimensión jurídica y que, por ello, la cuestión de su reforma en verdad convoca una reflexión desde ambas ópticas, tanto para calibrar sus móviles como para cartografiar su encaje, su pertinencia, su orientación y sus fundamentos. Es el espacio del Derecho, sí. Pero es, a la vez, la hora de la política.
Este artículo no pretende ser una reprimenda al sistema político-partidario, que seguramente andará envuelto en sus propios asuntos (cosa completamente normal por estos tiempos). A lo que aquí se aspira es a subrayar una inconsistencia que pone en entredicho la sostenibilidad de la reforma, que permea todo el debate en torno a la misma y que parecen haber abrazado quienes la defienden en su forma actual. Dicha inconsistencia concierne a la pretendida inaplicación del artículo 272 constitucional ante la deseada intangibilidad de la regla sobre la reelección presidencial.
La reforma en este aspecto es impulsada por una preocupación compartida sobre la insistencia histórica del retoque a la Constitución con fines electoralistas, cuestión del todo comprensible a la vista de nuestro singular archivo político-cultural. Para los impulsores de la actual propuesta, la solución a tan acuciante dilema sería integrar la regla sobre la reelección (que actualmente prohíbe una tercera postulación, por el mismo sujeto, luego de agotados dos periodos constitucionales de gobierno) al catálogo de categorías que enuncia el artículo 268 constitucional y, así, proteger a las generaciones y mayorías políticas del futuro contra el estrés social, político y democrático que históricamente ha supuesto la reforma con propósitos reeleccionistas.
En este punto, conviene explicar que el artículo 268 de la Constitución condensa las cuestiones constitucionales irreformables. De ahí que se le conozca como la cláusula pétrea: esas categorías (que fundamentalmente conciernen a la forma de gobierno, que entonces «deberá ser siempre civil, republicano, democrático y representativo») conforman el núcleo “duro” e invariable de cuestiones sobre las cuales no puede versar la reforma constitucional, cualquiera que sea su móvil. Pero este es solo uno de los tres espacios sobre los que se mueve nuestro régimen de reforma constitucional: los restantes serían los aspectos reformables conforme al procedimiento “ordinario” de reforma (cuyo ámbito material, conformado entre otras cosas por la regla de reelección presidencial, se rige por los artículos 267, 269, 270 y 271) y las materias reformables mediante referendo aprobatorio (gobernadas por el artículo 272 constitucional).
Importa detenerse en este último escenario. Según el referido artículo 272, cuando verse sobre ciertas materias, entre ellas «los procedimientos de reforma instituidos en esta Constitución», la reforma deberá ser ratificada mediante referendo aprobatorio. Al mismo habrán de acudir –dice el artículo— «la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas con derecho electoral», previa convocatoria de la Junta Central Electoral a ser emitida en los 60 días que sigan a la recepción del texto aprobado por la Asamblea Nacional Revisora. Para ser ratificada, la reforma habrá de contar con el voto favorable (más síes que noes) de más de la mitad de al menos el 30% «del total de ciudadanos y ciudadanas que integren el Registro Electoral». La empresa no es sencilla, pero ahí está la institución, regulada con suficiente detalle.
Si he entendido bien, dos parecen ser los argumentos que invocan los defensores de la propuesta para eludir el referendo aprobatorio y limitarse a ensanchar el contenido de la cláusula pétrea. En primer lugar, se ha sugerido que la falta de una ley que regule la institución del referendo “impide” acudir al artículo 272 constitucional. Este equívoco, creo, se desmonta fácilmente. Basta insistir en que, si bien su ulterior desarrollo legislativo es del todo deseable, el referendo aprobatorio (por cierto, distinto y distinguible del referendo consultivo al que se refieren los artículos 22.2 y 210 de la Constitución) está regulado en lo esencial por una Constitución, esta Constitución, que, recuérdese, es una norma de aplicación directa y eficacia inmediata. De hecho, ese es uno de sus caracteres esenciales en tanto Constitución normativa.
Conforme lo arriba dicho, esa misma norma prevé los plazos en que ha de celebrarse el referendo aprobatorio, delinea un marco temporal específico para su desarrollo, atribuye competencias para su realización y fija los umbrales necesarios para la ratificación. A la vista de un contenido así de preciso –que además, insisto, está emplazado en una Constitución normativa que, en tanto tal, deviene directamente aplicable—, exigir una ley previa para cumplir con el artículo 272 constitucional no pasa de ser un pretexto. En puridad, no hay nada que impida que la realización del referendo aprobatorio resulte por aplicación directa de la Constitución.
El segundo de aquellos argumentos plantea que el artículo 272 se refiere a los procedimientos de reforma, cosa que no se toca en la propuesta porque –se alega— lo que se modifica es una cuestión sustancial, no procedimental. En mi opinión, la pirueta es sugerente pero fallida. Es que no parece que la reforma planteada sobre el artículo 268 sea uno de esos casos en los que la dimensión sustancial de la modificación constitucional tenga la suficiente entidad o “autonomía” para subsistir sin su dimensión procedimental. En este particular caso, una (la modificación en “lo sustancial”) va de la mano con la otra (la alteración de la cuestión netamente “procedimental”) porque ampliar el contenido de la cláusula pétrea supone, de iure, un retoque del ámbito temático sobre el que actualmente se recrea el procedimiento ordinario de reforma, sin el cual –y esto es importante— no se entiende cabalmente el espacio que le corresponde. Dicho de otra forma, el traspaso de la cuestión (la regla sobre la reelección) de un espacio (las cuestiones reformables por vía ordinaria) a otro (las cuestiones irreformables) recompone el ámbito del poder de reforma por la vía ordinaria: lo restringe, lo altera, lo modifica. Es cierto que no toca lo formal ni lo numérico (el procedimiento es el mismo, al igual que la mayoría requerida para aprobar la reforma), pero difícilmente pueda la cuestión resumirse en ello. Hacerlo implicaría protagonizar una especie única de miopía.
Según creo, la inaplicación del artículo 272 constitucional en el caso de la reforma que hoy se propone vendría amparada por una interpretación literal del mentado artículo (porque “solo” se refiere a la cuestión procedimental de la reforma) y una lectura restrictiva del sintagma “procedimiento de reforma” (que entonces vería en dicha expresión una apelación directa y estricta a la dimensión procesal de la reforma). Así que una elección de metodología interpretativa y una opción conceptual estarían detrás de la decisión de privar al electorado de ratificar una reforma constitucional que pretende –entre otras cosas— tornar irreformable un drama histórico. Subráyese que, en realidad, se está ante sendas opciones: el método literal compite en un entorno plural con otros métodos de interpretación no jerarquizados entre sí, y la lectura restrictiva es, ciertamente, la alternativa a una lectura amplia (igualmente sostenible, por demás). La cuestión parece entonces quedar planteada de tal manera que el recurso al referendo aprobatorio depende, en última instancia, del ánimo que prime en el sector político hegemónico con respecto a la legitimidad de “su” Constitución.
Esto último podría ser visto como una concesión. Al fin y al cabo, es indiscutible que la expresión utilizada por el constituyente («… sobre los procedimientos de reforma instituidos en esta Constitución…») no ayuda. Así pues, habría margen para admitir que, en el límite, quizá el artículo 272 constitucional cobije dos posibles interpretaciones o lecturas entre las cuales se verifica una validez simétrica que –eso sí— se quiebra tan pronto se cuestiona cuál de ellas imprime mayor legitimidad a esta reforma. Bajo esa óptica, los mismos móviles de los que al parecer se nutre este elemento de la propuesta (sortear un drama histórico y proteger a las futuras generaciones de su eterno retorno) serían, también, las razones para priorizar la referida lectura amplia y, a la par, rechazar aquella interpretación literal. Si lo que se quiere es dar mayor “estabilidad” constitucional y atajar toda posibilidad de que el ánimo político y el tejido social del futuro se resientan por reformas constitucionales netamente reeleccionistas, lo pertinente (más allá: lo constitucionalmente procedente) es que se priorice aquella lectura del texto fundamental que mayor legitimidad imprima a la reforma que se persigue; insisto, si aquella es la misión, debe favorecerse la interpretación del artículo 272 que en mayor medida garantice la adopción de una reforma constitucional legítima tanto en lo social como en lo político y lo jurídico.
Digresiones teóricas aparte, creo que la perspectiva aquí plasmada tiene la virtud de convertir la cuestión de la legitimidad en la variable central del procedimiento de reforma constitucional al que hoy nos abocamos. Pero no de la legitimidad de los juristas, sino la de los pueblos democráticos que buscan superar (y no repetir) sus dramas históricos y prevalecer (antes que abdicar) frente a sus viejos fantasmas. He ahí la medida real de la magnitud de la reforma.