En la niebla
Dicen que las cosas suceden porque suceden y a mí me sucedió encontrarla. Ella vino con su sombra y su misterio, envuelta en una niebla y un chal oscuro, de esos que ya no se usan. Una mujer envuelta en una niebla, en un chal y en un misterio y que parecía deslizarse por el lugar como una sombra sobre el agua. Una furtiva sombra.
Era de noche y parecía que había surgido de la nada, de la niebla que envolvía todo el lugar. Un club campestre.
Solo puedo decir que la primera y única vez que la vi me impresionó. Me impresionaron sus tacos altos, su caminar felino, el vestido vaporoso, el pelo abullonado, el aire reservado y su distanciamiento, su leve transparencia. Y también la sonrisa, por supuesto, una sonrisa muy leve, unos labios que apenas se entreabrían y unos ojos increíbles. Pero más que lo ojos llamaba la atención esa mirada, una mirada acuosa. Una mirada líquida, trasoñada. Sensual. Un aire de vampiresa, sí, de vampiresa.
Me sorprendió, sin embargo, que mucha gente se alejaba de ella. Que le dejaba el claro, como si no quisiera compartir con ella. Las mujeres casadas, sobre todo, agarraban a sus maridos por un brazo y los apartaban del lugar. No querían correr riesgos seguramente. Por eso no me fue difícil acercarme a ella y entablar conversación. Le ofrecí una copa que no aceptó, pero empezamos a platicar y de inmediato noté que los demás invitados me miraban con preocupación, al tiempo que mantenían la distancia, algo que parecía una prudente distancia. Una especie de rechazo social.
Le hablé del más y del menos y ella parecía divertida, discretamente divertida de una manera maliciosa. Apenas respondía a mis comentarios pero me animaba a hablar y en un cierto momento me invitó a salir a la terraza. Noté en ese momento que nadie nos quitaba los ojos de encima. La mirada atónita de la concurrencia adquiría cierto aire de gravedad y se escuchaban murmullos de preocupación. Celos o envidia me parecía.
Muy pronto frente a mis ojos se revelaría un detalle ominoso y comprendería la razón de tanto recelo, pero de momento no sospechaba nada.
En la terraza, lejos del bullicio, reconocí un acento italiano y un perfume francés y sentí que sé me confundían los sentidos. Me embriagó su perfume. Le dije, con una voz que no parecía mía, que me resultaba extraño conocer a una italiana que usaba un perfume francés, el exquisito Tabac Exquis de Caron.
Ella asintió, me dio como quien dice la razón y se quedó mirándome con atención. Tenía unos ojos dulces, una mirada líquida, unos ojos hambrientos, quizás hambrientos de amor.
En eso me di cuenta que alguien desde el salón me hacía señas, como si quisiera decirme algo, pero no le puse mayor atención. Luego dije algo que debió ser gracioso y vi que su rostro italiano se iluminaba y que estaba a punto de reír. Pero se limitó, otra vez, a sonreír.
Otras gentes me hacían señas desde el salón, pero yo sólo tenía tiempo para ella. Yo también estaba hambriento. La devoraba con la mirada mientras me sumergía cada vez más en un dulce aturdimiento. Dije otra cosa graciosa y vi que sonrió, de nuevo iba a sonreír.
Sonrió como si evitara sonreír. Incluso se tapó la boca con una mano, una mano alada. Cometió un descuido. Fue la única vez que se descuidó. Al esbozar la sonrisa, apenas un esbozo de sonrisa, dejó ver un instante, apenas un instante, los colmillos…
Amor eterno
Se conocieron y se enamoraron de la manera en que ocurren estas cosas: sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Se amaron hasta lo indecible. Se usaron, se besaron, se acariciaron. Pero el amor y el desamor van siempre juntos. El amor aburre. El amor solo es eterno mientras dura. Él le dijo de repente que quería a otra. El se fue con su nuevo amor, ella se tiró por el balcón. El se labró su felicidad con la desgracia de ella. Cosas que pasan.
El machetazo
Un terrible machetazo le había remodelado la cara desde la frente a la barbilla, pero le había dejado por casualidad intacto el ojo y una cicatriz rencorosa… Lamentablemente esto ya lo escribió Borges… Qué vaina. Muchas de las mejores ideas han sido plagiadas con antelación.
La teutónica
A ella la conocí en circunstancias más estrambóticas. Tropezamos por casualidad. Luego hablamos, entramos en confianza y en calor. Con mucha cortesía, mucha elegancia y mucha precaución la invité a subir al LADA. Estaba tan bien provista desde un punto de vista teutónico que tuve miedo de agarrarle un seno al cerrar la puerta del carro. Pero logró entrar sin problemas, aunque quedó algo apretada y la llevé a pasear por el malecón, por el Paseo Presidente Billini. Después la invité a cenar a Blanquiní, el palacio del mondongo. Bebimos cervezas bien frías, pedimos y repetimos un cocido de patitas de cerdo, un patimondongo, y lo devoramos con fruición.
Las muchas cervezas nos llevaron a la edad de piedra, al estado meolítico, y empezamos a ir cada vez con más frecuencia al meandro. Al cabo de un tiempo los abundantes platos de jugosos mondongos hicieron que la teutónica se me pusiera churrigueresca y empezó a soltarse unos pleonasmos infernales y en el restaurante se produjo una estampida, la gente huía despavorida. Traté de calmarla. Le hablé con voz tan suave como enérgica. Pero el efecto fue contraproducente.
En cuanto dije las primeras palabras empezó a ponerse de un color incipiente, entre tumebárico y prurriginoso. Me dijo que no entendía mis palabras. Ni yo tampoco, en verdad..
Volví a hablarle y empezó a ponerse verdolaga y chimichurri y volvió a pleonarse, Toda la parte teutónica era un solo tembleque. La llevé en mi carro a su casa sin apenas poder soportar el olor y luego llevé el carro a lavar, pero el olor ha persistido durante todos estos meses.