En el periódico Diario Libre del pasado 28 de septiembre, José Luis Taveras publicó en su columna “En Directo” el artículo “Universidades en crisis”, en el que, grosso modo, afirma que las universidades dominicanas están en crisis. Antes de entrar en materia, esbocemos tres lugares comunes en los que el articulista recae, los cuales irán sirviendo de guía en determinadas estaciones de este texto. El primero es la indicación de que la educación superior dominicana está en crisis. El segundo, el solapamiento estratégico del nombre de la universidad privada que critica; en cambio, cuando le llega el turno de censurar a la universidad estatal, la menciona de manera literal. Y el tercero, el ocultamiento o, al parecer, el desconocimiento del contexto de un estudiante de la actualidad con relación a uno de hace dos o tres décadas. En este último punto centraremos las ideas del presente artículo, a partir de mi anterior vivencia como estudiante universitario y de mi actual experiencia como docente de una parte de los alumnos reconocidos en la graduación de la universidad de nombre invisibilizado a la que el columnista hizo referencia.

Aunque supongo que Taveras no pretende descubrir la última Lido Cola del desierto, no existe ninguna novedad en su señalamiento de que la educación superior dominicana está en crisis. Se trata de una información más vieja que el rascarse. Ya hace más de medio siglo, en 1968, Philip H. Coombs, entonces director del Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación de la UNESCO, lo indicaba como un problema global, el cual analizó en un libro precisamente titulado La crisis mundial de la educación. Como evidencia actual de esa carencia, en 2014 Elon Musk creó para sus hijos la escuela Ad Astra, con una pedagogía al margen de la educación regular estadounidense, a la que considera defectuosa. El sistema de Musk no incluye materias de lenguas extranjeras; tampoco asigna notas como si fueran cadena de montaje y se centra en el desarrollo de las habilidades y actitudes de los estudiantes.

Extendiendo el asunto al nivel superior, en 2011 Marinés Montero Flores, en su artículo “Crisis de la educación superior en Estados Unidos” se refiere a una idea de 2004 de Rosenstone en la que se advierte que la reducción del aporte económico estatal a la educación superior pública ha tenido un impacto negativo en la calidad de los programas de la escolaridad gringa. La crisis detectada por Montero Flores se incrementa ante la imposibilidad de los graduandos por conseguir un trabajo tras terminar los estudios superiores. En Europa, la última década ha estado marcada por una crisis preocupante originada por problemas de financiamiento a la educación superior. No hay que ser experto en economía capitalista para comprender que en toda institución con fallas económicas, la calidad de los servicios, incluyendo los de contenido, se afecta de manera negativa.

Este lugar común no es extraño a la educación superior dominicana. Tampoco lo es el hecho de que en ninguna parte del mundo nadie tiene garantizado un trabajo relacionado con su profesión universitaria tan pronto se gradúa. Asimismo, en un país que ‒según los curiosos números del Estado dominicano‒ la desocupación laboral actualmente ronda el 5.2%, no puede verse como un problema exclusivo de las universidades locales el desempleo de los graduados. En suma, la crisis de las universidades es un hecho mundial propio del este tiempo que pasa y que, no pongamos duda, constituye un aspecto importante para las instituciones de educación superior del país, desde el docente que da la cara en el aula hasta las instancias que velan por la administración de los centros académicos. Esta relación global no pretende validar el adagio de que “mal de muchos consuelo de tontos”, sino, simplemente y decimonónicamente, que así va el mundo, o que, como diría el delicioso dicho, “culpas del tiempo son y no de España”.

El buen estudiante de hoy cuenta con mayores posibilidades para alcanzar méritos académicos.

El hecho que da origen a la opinión de Taveras es el haber observado que en una lista de graduación “de una de las universidades calificadas en el top five de la República Dominicana” aparecen muchos graduados con honores. Llama la atención que le rehúye como el diablo a la cruz a mencionar el nombre de la universidad que critica. Esa es una vieja estrategia de los medios de nuestro país, que en determinadas ocasiones dicen la limosna pero no el santo, con la idea de que si algún día necesitaran del santo… En un ámbito de pensamiento crítico no es saludable esa clase de subterfugios, sobre todo cuando más adelante el articulista, para hablar “bien” de otras dos universidades privadas, sí menciona sus nombres, incluso el de aquella cuya denominación calla al momento de criticarla.

Se observa que, al censurar a la universidad estatal, el columnista la refiere por su nombre. Una maldición que nunca ha roto la UASD, es la de no contar con efectivas estrategias comunicativas para responder a cualquier caminante de a pie o de a caballo que la coja en su lengua, a diferencia de lo que suele suceder con las universidades privadas; es por eso que cualquier egresado o no egresado de dicha casa de estudios se toma la licencia de cogerla de trapo de trapear teniendo o no la razones de fondo. En suma, esconder un nombrecito por aquí y luego sacarlo por acá no habla bien de un opinante. Se trata de un jueguito que mueve a suspicacia, pues se sabe que las personas inteligentes, si van a decir, jamás han de decir “donde dije digo digo Diego”.

El tercer lugar común del columnista es desconsiderar el mérito otorgado a un conjunto de estudiantes. En un país donde el actual ministro de Educación ocupa parte de su discurso para hablar pestes de los docentes que se encuentran a su cargo ‒y a cuya formación él mismo se ha integrado durante años desde distintos procesos‒, no resulta novedoso que un columnista se sienta en ánimos de recorrer ese camino, esta vez criticando a los estudiantes de educación superior. De entrada, es un paso argumentativo poco elegante, porque evidentemente elige el sector que parecería menos de cuidarse: los alumnos. No ataca a las autoridades de la universidad privada, y mucho menos le abre un expediente a la Mescyt. Tampoco les dispara a los docentes, digamos que no fuera a ser cosa… Tomar del paquete el hilo menos fuerte equivale a tirar piedras para los más chiquitos, aunque el objeto al que se le tira haya sido mal calculado.

Ahora bien, no es justo poner en tela de juicio los méritos de una persona si quien los juzga no la ha evaluado para justificar su crítica. El argumento en que se basa Taveras (quien quiero suponer que en sus años mozos de estudiante se graduó con honores) es que entre los alumnos de enantes los méritos universitarios eran escasos. Yo, que realicé mis primeros estudios hace añales, puedo confirmar este dato. Sin embargo, partiendo de mis conocimientos actuales en las aulas como docente, puedo señalar ciertos elementos que permiten aclarar la situación de adquisición de conocimientos de un estudiante universitario de hace tres décadas en comparación con uno de la actualidad.

Veamos. En el primer lustro de los antiquísimos años noventa, en los que todavía abundaban computadoras con discos duros de 40 megas y disquetes de 3.5 pulgadas, el acceso a las fuentes de información académica era escasísimo en nuestro país. Todavía en el segundo lustro la internet constituía un bicho raro para mucha gente. Si consideramos que para ese tiempo el problema de la bibliotecología ya había ocupado su preocupante sitial en la República Dominicana, no será muy difícil tener una idea de lo difícil que era obtener buena información en esos años.

Permítaseme un testimonio. Para 1987, en La Vega, quise escribir un cuento situado en el contexto de la vida cotidiana de la antigua Babilonia. Recuerdo tras peinar las bibliotecas de la ciudad y consultar a numerosos amigos que poseían libros, apenas pude dar con un articulillo de media página que trataba el asunto de forma somera. Tuve que ingeniármelas para rellenar con la imaginación los datos que no pude conseguir. Hace un instante entré a Google a buscar la cadena “Cómo era la vida cotidiana en la antigua Babilonia”, y el resultado, tras una búsqueda de 0.37 segundos, fueron 1,410,000 fuentes. Un millón cuatrocientos diez mil. ¿Verdad que se entiende la diferencia de los tiempos en este aspecto? Yo era estudiante universitario, de esos que en ese entonces no obtuvo en ninguna materia honor alguno. Y yo sé que, de haber tenido acceso a tanta información, mi carrera universitaria hubiese sido muchísimo más provechosa… como me sucede con las investigaciones académicas y literarias que me corresponden realizar en la actualidad.

El buen estudiante de hoy cuenta con mayores posibilidades para alcanzar méritos académicos. Obviamente, no soy tan ingenuo como para plantear que todos los dicentes aprovechan las ventajas de la internet en el ámbito cognitivo. Lo que quiero decir es que quienes sí las aprovechan marcan la diferencia con relación a los estudiantes del pasado… o de los pasados treinta años. Ese estudiante de hoy, en virtud de lo que se puede rescatar de ese maco con cacata que es nuestra educación por competencia, además juega un rol más importante en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Su papel, en el más saludable de los casos, difiere de esa función de los alumnos de antaño, que éramos una especie de mudos borregos guiados en muchas ocasiones por profesores que, dictando de fichas viejísimas y apoyados en folletos fotocopiados, se establecían como la única autoridad intelectual en el aula.

Para cerrar mi contraargumentación sobre el artículo de Taveras, procederé a refrescar la memoria sobre el perfil de ese estudiante de hoy, con el objeto de que se tenga en cuenta para establecer comparaciones. En este caso, me apoyaré en el conocimiento de una parte del proceso de los estudiantes de esa universidad ‒a la que el columnista le esconde con una caricia el nombre‒, ya que como docente me correspondió impartirles algunos cursos en ese centro académico. Mantendré “solapado” el nombre para no “desayudar” la intención del columnista.

Tuve la suerte de participar en una parte del proceso de formación académica de los veintiséis graduados en Lengua y Literatura Orientada a la Educación Secundaria. Ese grupo pertenece al programa de excelencia académica patrocinado por Inafocam. O sea, no estamos hablando de un puñado más de estudiantes, sino de aquellos que en secundaria marcaron la diferencia. Eran, como me gusta recordarles, una muestra de esos chicas y chicos que cuando estaban en las aulas de los liceos y colegios se preocupaban por alcanzar un buen nivel escolar; los últimos en romper la disciplina y los primeros en participar en las asignaciones y en cumplir con sus tareas. Esto significa que son jóvenes que llegan a esa carrera en virtud de un mérito. No tiene mucho de extraño que quien entra a una academia por la puerta del mérito salga por una puerta semejante.

Por otro lado, se trata de alumnos que han adquirido otras competencias importantes para su formación. Una parte de ellos ha pertenecido al taller literario de la universidad; son jóvenes escritores, y algunos han publicado artículos en la prensa nacional, así como textos de creación en revistas; a estos deben ser sumados aquellos que han escrito libros. En lo académico, también una parte cuenta con el dominio de la lengua inglesa, debido a gestiones propias o a que se han integrado al programa de Inglés por Inmersión, lo cual les facilita la adquisición y desarrollo de conocimiento. Como se entenderá, no es extraño que se hayan graduado con honores. De hecho, algunos de los que se graduaron sin méritos no fue por falta de nivel, sino por otros asuntos relacionados con ciertas actitudes hacia su proceso académico.

Como confirmación de sus logros universitarios, justo en el cuatrimestre final en que trabajaban con su investigación para la tesis, varios de ellos, sin contar con padrinos y por cuenta propia, fueron contratados por algunos de los colegios más prestigiosos del Distrito Nacional. Estamos hablando de colegios exigentes para organizar su plantilla, que no se toman a la ligera la evaluación del personal docente. Esto permite comprender el estatuto de un conjunto de estudiantes que salieron de la secundaria con la estrella del mérito, continuaron sus estudios de grado con esa misma estrella y que, si Dios y el sistema no los daña, han de marcar la diferencia desde el mérito en las aulas dominicanas.

Para finalizar, me he tomado el tiempo de realizar estas aclaraciones porque creo que no todo en la universidad es crisis y que es injusto generalizar las críticas desde cierto desconocimiento. Sobre todo en un tiempo en que urgen nuevos docentes con una visión de calidad que marque la diferencia. No pretendo con esto negar lo que desde hace añales se conoce: la educación mundial está en crisis. Pero esta generalidad no justifica una argumentación un tanto tendenciosa con la que se pretende cuestionar a una institución que, con la selección de un alumnado de mérito, ha logrado aportar excelencias potenciales al presente de la docencia dominicana. Dentro de un marco global en crisis, este caso es una muestra de que en la actualidad abundan procesos académicos más enriquecedores que los de hace tres décadas, los cuales han hecho posible que la calidad de los graduandos universitarios aumente. Y de ello puedo dar fe y testimonio.