No fue solo por la acusación de Meleto, poeta y señalado como el principal autor de la calumniosa y falsa acusación ante los jueces de Atenas contra Sócrates, posiblemente por un resentimiento personal; de Ánito, hombre adinerado y que también actúo por rencor personal; y de Licón, orador, político y sofista de baja categoría, por su supuesta “mala fama” y de ser un criminal; sino también por alegadamente cuestionar los dioses de la Ciudad-Estado, pues creía en un solo Dios, y por sus supuestas creencias en cosas sobrenaturales y ser un curioso que preguntaba hasta al cielo y la tierra, con lo cual corrompía a la juventud, que Sócrates fue condenado a morir envenenado por cicuta.
Aún con la posibilidad de salvarse de la condena si renegaba de las cuestiones que dieron lugar a su injusta sentencia la acató, con la misma dignidad y coherencia con la que vivió, prefiriendo la muerte como una posibilidad de encuentro con los ya fallecidos y de reencuentro con los que morirían después, constituyendo esto último una esperanza y una verdadera felicidad para él.
El poder del filosofo, el más insigne de los hombres de la Grecia clásica y con quien nace la filosofía, no residía, obviamente, en su extrema pobreza material, lo era en su capacidad de problematizar, de lograr que sus contertulios y oyentes, más que encontrar respuestas en él, mediante sus constantes cuestionamientos, tuvieran la capacidad de encontrar por ellos y en ellos las razones de la existencia, del alma, del más allá, de Dios y de saber, lo que constituía un peligro para el poder político ateniense.
La capacidad de conocimiento y de razonamiento era un riesgo para el status quo ateniense. Para Sócrates todo vicio era el resultado de la ignorancia y ninguna persona desea el mal. De igual forma, para él la virtud es conocimiento y quienes conocen el bien actuarán de manera justa. Su lógica enfatizaba la discusión racional y la búsqueda de definiciones generales.
Hago el paralelismo porque hoy muchos pastores de diferentes iglesias y diversas denominaciones del mundo exhiben enormes riquezas, siendo su única fuente la fe ciega de la gente: creer en Dios y en una doctrina acomodada a los resultados económicos esperados por los gestores o gestoras al servicio de una divinidad disfrazada y distorsionada con fines puramente pecuniarios y no con propósitos de conocimiento, sabiduría, búsqueda de la verdad y de encuentro real con Dios.
En esos cotos “evangélicos” cerrados no hay espacios para la razón de los congregados y con ello al pensamiento crítico. Solo vale el oráculo del pastor o “guía espiritual”, pues la verdad está revelada en él y solo en él por un Jesucristo desnaturalizado y ajustado a los insanos objetivos del ministro, siendo necesario obedecerlo sin reparos, pues de lo contrario solo el infierno sería el lugar donde los insumisos irían a ser calcinados por el fuego eterno.
Pero al igual que los sofistas, que impulsaron con denuedo el arte de la retórica y de la dialéctica, estos seudos ministros cultivan el discurso persuasivo no para alcanzar la verdad –pues esta ya no es ni objetiva ni universal–; sino para afianzar aquellas creencias que aumenten la adhesión incuestionada a sus particulares intereses, de suerte que garanticen, en última instancia, la obtención de recursos económicos para acrecentar sus riquezas y opulencias a costa de sus silenciados y mudos e irracionales seguidores.
Como los sofistas, estos prelados se presentan a sí mismos como especialistas en el arte del discurso y la formación oratoria; son, como aquellos, maestros de la palabra (logos), del diálogo y de los medios de argumentación, instrumentos todos ellos imprescindibles para la formación y el adoctrinamiento de los ciudadanos, ya no atenienses; sino de sus seguidores que deben ir al templo con dos cosas: la biblia y la chequera en blanco -alforja llena- para saciar su sed de riquesa sobre la base de una prédica vestida de biblia, ataviada de trajes lujosos y hasta de mujer con cuerpo dibujado a la perfección.
Fuera queda el real contenido, ejemplo y vida evangélicos. Todo lo contrario. Una carga discursiva distorsionante de una palabra de Dios, que bien puede ser hecha vida en fuertes fundamentos filósóficos, como en Santo Tomás de Aquino; pero que en estos casos se diluye en prédicas y músicas llamativas, apasionadas, altisonantes y engañosas realizadas por verdaderos estafadores de la fe.
Debe llegar ya el momento del despertar socrático y tomista en quienes creemos en la fe consciente y con obras, para que no se muera y no siga obnubilando a quienes se dejan seducir por falsas promesas salvadoras, mientras falsos profetas y ministros de la fe se llenan los bolsillos de dinero a costa de una salvación y encuentro con Jesús a través de pillos vulgares que aprovechan la ingenuidad de la fe ciega solo para lucrarse, lo que se extiende a otros ámbitos de la vida, con la esperanza salvífica eterna y de cosecha económica abundante.