Lo sabes, muy bien lo sabes: las verdades se manejan como trajes o prótesis o huesos.
Te puedes vestir con algunas verdades: para que te vean, para que sepan de ti, para dar constancia de que estás aquí, ahí.
Puede romperse una parte de ti porque descubres la fragilidad del mundo y de ti mismo o misma. Adviertes que tienes que acoplar lo que sabes o te imaginas con lo que domina el jefe, el dirigente, el empresario, aquel que te ofrece su nevera para que te lleves lo que te corresponde. Entonces esa verdad te permite levantarte, moverte, demostrar sapiencia a la hora de elegir los platos en el Chinatown de San Francisco o mostrar tu cara más bella y solidaria en el patio de Los Solidarios, mientras prefiere chuparte los dedos para borrar los rastros del mulito de pollo porque no has tenido paciencia suficiente como para buscar una servilleta. Pero queda un poco de grasa en tus labios.
La verdad también se hilvana como convicción, como “vivir en la verdad”, apagados aquellos focos que en otras circunstancias te empujarían a mostrar tantas cosas que seguramente no tendrás. Los amantes de esas verdades serán los verdaderos, y a veces hasta los verdosos.
Hiere la verdad: saber que estás delante de una pantalla donde únicamente hay porquería, que tienes que dejarte saludar del tremendo ladronazo o abusador que ahora es o será fulanito o fulanito antes de entrar en el concierto del Teatro Nacional, donde naturalmente habrás llegado con uno de esos boletos que le regalan a la agencia o a la oficina o que te cede muy amablemente la encargada de marca, y peor ahora, si la Nebretko está a la vista. Pero ya sabrás de la importancia de andar con un Rólex, algo que llame la atención, que te diga sin que tú digas nada, que exprese según los últimos estándares tu vocación de triunfo, de pequeño gladiador en estas lides Fashions de un país, que qué pena sea al final uno del Mago de Oz, de hojalata.
Voy al mismo teatro y lo que se mueven son sombras chinescas de algún autor genial pero de pacotilla que tiene el lado más alzado que una cabra. Abro seis libros de autores dominicanos en Cuesta de todas las edades y lo primero serán puntuales citas del filósofo de turno o un argentino o chileno todavía no comprendido. Subo a la cafetería a ver si un jugo de fresa me consuela pero tengo que darme una embarcación de fracasados peores que el enjambres de moscas de “Las Hurdes” de Buñuel.
Al final, me hubiese gustado llamarte, pero sabrás que hablar será pedir un contacto, lamentar la muerte de fulanito, que me ladren y me ladren y trato de no dejarme morder. En ese instante, en el que tantas verdades te van anudando la garganta hasta casi dejarte sin números telefónicos a la vista, mejor paso. Me las voy tragando. Y no, en estas líneas no se trata de un acertijo, de adivine usted lo que me ha picado o la puya o el doble sentido. Lo siento, querido Umberto Eco.
“Todo bien, gracias. Estaba pensando en ti. Quise llamarte”.