Hay géneros que se agotan históricamente, que se quedan como las mariposas atrapadas en las vitrinas. Al merengue, como a la zarzuela hace añales, le llegó su turno.
Los merengues habituales pertenecen a una edad ya muy de pantalones cortos y pollinas.
El merengue es confesión de estrellas caídas en nuestras montañas rocosas particulares. Claro que te dejan cráteres e incluso, algunas piezas, son más visibles que el Pico Duarte.
Se me dirá que tenemos a Juan Luis Guerra, y bien, puedo bajar la cabeza por par de minutos, hasta que llegue el Uber de la razón y me lleve a otra parte. ¿Qué se puede hacer con el merengue que no sea amar, desear, lamentar la pérdida de un amor o evocar la despensa llena de desaparecidos que todos tenemos?
Estaremos a un lado de la foto, con un sombrero ridículo. Daremos un pasito, o dos, a sabiendas de que hábitos antiguos como el queme o el calentarse ya pasaron al área de la antropología física.
El merengue es cosa ochentera, un poco noventera, pero después de 440 e instalados ya en pleno siglo XXI, ¿qué nuevo estaremos buscando? ¿Qué lírica puedes tú sacar con una güira y un guayo? ¿Puedes leer o pensar bajo los augurios de algún conjunto típico o Fefita la Grande? ¿Superarás tu rostro derrotado poniendo al Mayimbe, a los Rosario, a Toño? ¿Te irás un chin palante y tres chines para atrás con Cheché Abreu o con Diony Fernández? ¿Traerá algo el barco de la capitana Miryan Cruz y las Chicas del Can, con sus vocecitas de Barbies jubiladas? ¿Regresará Wilfrido de su exilio colombiano con algún super palo que lo devuelva a los Grammys y a lo más granado de la sociedad musical dominicana?
Oír merengue es confesar muchas derrotas particulares del alma.
Naturalmente me alegro con la música de Rafael Solano, porque me devuelve a lo más bello de mi infancia, a una dimensión muy particular de una ciudad esfumada, pero que revive en algunas de las pocas neuronas que me quedan. Pero aparte del maestro Solano, nada me queda de esta isla donde, durante años, Joseíto estuvo confesando que “he matado a mi geva, que soy un criminal”, mientras todo mundo lo aplaudía.
Paso del merengue, de los pechos inflados en algún rincón escandinavo con una bandera que tampoco cada vez menos me dice.