En su libro Trujillo y Haití, vol. III (1939-1946). La agresión contra Lescot, (2007) el historiador Bernardo Vega planteó que: “Irónicamente, a casi setenta años de esa matanza todavía no se han encontrado cadáveres de las víctimas”. En las siguientes líneas intentaremos dilucidar cuál fue el destino de los mismos. Veamos, una vez culminada la orgía de sangre en toda la zona, que se inició el 28 de septiembre y se intensificó el 2 de octubre de 1937, luego de que Trujillo pronunciara su célebre e intimidante discurso en la Casa del Pueblo de Dajabón, se encontraban cadáveres a granel en los montes, en las barrancas, al borde de los caminos, en los contornos de las rústicas viviendas, en el cauce de los ríos Masacre, Libón y Artibonito y en las planicies donde previamente los habían concentrado para eliminarlos.

Los cadáveres de las víctimas de la masacre obstruían el cauce del río Masacre. “Miles de ellos se amontonaban en los oscuros vallejos, en las calles de las aldeas, en los caminos vecinales y en la apacible y verde campiña. Regueros de sangre corrían por los polvorientos caminos rurales de un lado a otro de la frontera. La sangre goteaba de los carros que transportaban los cadáveres a distantes barrancales, para no dejar rastro de lo ocurrido”. (R. Crassweller, Trujillo. La trágica aventura del poder personal, 1967, p. 169).

Naturalmente, el régimen de Trujillo no podía permitir que estos cadáveres permanecieran al descubierto, por cual se dispuso que la horda de criminales emprendiera la extenuante y fatigosa tarea de cavar de forma trepidante enormes fosas para sepultar los cuerpos ya en estado de descomposición, que despedían un insoportable vaho, previo a lo cual procedían a su incineración utilizando gas. Para esta ímproba tarea miembros del Ejército reclutaron de manera forzosa a numerosas personas de las ciudades y a campesinos de las zonas rurales, aunque otros participaron de manera voluntaria como un “servicio” al Jefe.  Algunos de los campesinos que participaron en esta actividad en los alrededores de la colonia agrícola de Capotillo, Dajabón, entrevistados por la periodista Ana Mitila Lora, fueron: Bienvenido Gil, Pedro Leclerc, Eusebio Cordero, Camacho Bruno Fernández y Generoso Gómez.

Se procedió primero a inhumar los cuerpos que se encontraban en lugares muy visibles, principalmente a orilla de los caminos. En esos días post masacre, en toda la frontera norte del país era común la escena de carretas abarrotadas de cadáveres, con los brazos colgando en los laterales, camino a algunas de las fosas construidas. En todas las provincias de la Región Noroeste, particularmente en las periferias de las ciudades, se cavaron numerosas tumbas donde se depositaron los cadáveres de los masacrados, muchos de ellos decapitados. En diversas comunidades de la Región Noroeste colocaban los cráneos de los haitianos en la parte superior de los postes de las empalizadas, mientras a las ciudades llegaban los perros con partes arrancadas a los cuerpos.

Basándose en el reporte de un observador norteamericano en Haití el periódico The Washington Post, del 9 de noviembre de 1937, describió la forma como se amontonaban los cuerpos en fosas en una planicie ubicada al sur de la común de Dajabón, a los cuales le añadían madera para mejorar la combustión de la gasolina. Durante seis noches consecutivas las llamas se veían desde Ounaminthe (Juana Méndez). Igualmente informaba que en Capotillo fueron enterrados 400 cadáveres en una enorme fosa abierta por los campesinos reclutados.

En todas las provincias del Noroeste del país se cavaron fosas para enterrar haitianos asesinados. En la provincia Valverde, por ejemplo, se conoce de la existencia de tres importantes fosas. Una de ellas se encuentra distante a unos cinco kilómetros de la ciudad, en su porción noroeste, en el fondo de una finca ya sembrada de arroz, propiedad de la familia Reyes Madera. Nuestro padre siempre relataba que sentía pavor cada que vez que le correspondía transitar en burro por el lugar en horas de la noche.

Una segunda fosa se encuentra en la parte este de la ciudad, en la última pendiente antes de llegar a la sección de Martínez, y la tercera en el lugar denominado Palo Amarillo, próximo a la confluencia de los ríos Yaque del Norte y Mao, de cuya existencia da testimonio el doctor Arnaldo Espaillat Cabral, eminente oftalmólogo dominicano. Localizar los cadáveres depositados en estas fosas sería una ingente tarea para los arqueólogos dominicanos. Ya se tiene el precedente de los mártires de la expedición revolucionaria del 14 de Junio de 1959.

El retorno al país de los domínico-haitianos después de la matanza

En el imaginario colectivo ha perdurado la idea de que la población residente en la frontera norte con Haití era homogénea, es decir, que se hallaba compuesta solo por personas de ese país, y que por ende, la masacre de 1937 se perpetró únicamente contra este grupo étnico. Dos historiadores estadounidenses, Lauren Derby y Richard Lee Turits, basándose en testimonios orales, han planteado que allí residía una población binacional compuesta por haitianos y haitianos étnicos nacidos en la República Dominicana, quienes eran ciudadanos dominicanos de acuerdo a la Constitución vigente en ese momento.

Para estos historiadores existían evidencias de que los haitianos étnicos eran “aceptados como miembros legítimos de la nación dominicana por sus vecinos étnicos y oficiales dominicanos locales de la frontera”. De hecho, hasta los haitianos nacidos en Haití, pero que hablaban bien el castellano y habían residido algunos años en el país, podían evitar el pago de los derechos de inmigración. Este colectivo no tuvo ningún inconveniente para pronunciar correctamente la palabra perejil cuando los guardias los obligaban a ello. (R. Turits, “Un mundo destruido, una nación impuesta”, p. 85).

Una de las personas entrevistadas por los historiadores en Restauración les confesó que “aquellos que fueron echados en 1937 no eran haitianos. La gran mayoría era de nacionalidad dominicana”. Enmanuel Cour, quien pudo escapar a la matanza, entrevistado en Juana Méndez, expresó: “Los que llegaron a la República Dominicana siendo adultos mantuvieron sus nombres haitianos. Pero los nacidos allá generalmente tenían nombres dominicanos. Ellos eran dominicanos, cuando el cuchillo cayó, se acabaron esas distinciones”. P. 93.

Muchos años antes de que Turits y Derby plantearan este supuesto, el entonces canciller dominicano, Lic. Julio Ortega Frier, en una carta confidencial que le remitió, el 9 de diciembre de 1937, al Lic. Manuel de Js. Troncoso y a Andrés Pastoriza, cuestionó la nacionalidad de las víctimas asesinadas y admitió la condición de dominicanos de muchos de los exterminados en la región fronteriza. Manifestó que a consecuencia de lo que eufemísticamente llamó “incidentes fronterizos” murieron algunas personas que “presumimos haitianas”, aunque argüía que dicha presunción podría resultar infundada pues existían más de 200,000 familias dominicanas que con las mismas “características etnológicas de los haitianos”, tales como la misma raza, procedían de las mismas familias establecidas de forma ilegal en el territorio dominicano, hablaban la misma lengua, practicaban la misma religión, poseían idénticas costumbres y se mantenían en la misma miseria.

Plantea que el propio Gobierno de Haití, al indicar que las personas sacrificadas en suelo dominicano, de forma invariable se refería a “individuos nacidos en República Dominicana”, los cual conforme al derecho dominicano les confería la nacionalidad. Y termina con esta interrogante: “¿Cómo, pues, vamos a declarar, sin comprobación, que los muertos eran haitianos?”. (J. I. Cuello, Documentos del conflicto domínico-haitiano de 1937, 1985, p. 279).

El exterminio de estos dominicanos étnicos tuvo efectos deletéreos en la estructura familiar de la comunidad fronteriza binacional. Muchas familias dominicanas quedaron desarticuladas por el asesinato de varios de sus miembros de piel oscura, mientras otros se vieron forzados a cruzar la frontera hacia Haití para evitar ser asesinados. Hubo muchos casos de mujeres haitianas, casadas con hombres dominicanos, que atravesaron la frontera con sus hijos. Lo mismo sucedió con mujeres dominicanas casadas con hombres haitianos, cuyos hijos se vieron obligados a abandonar el país y cuando intentaron retornar, luego del genocidio, fueron devueltos o ultimados.

En un informe elaborado entre los días 17 y 24 de febrero y 28 de marzo de 1938, por el capitán Arturo Mañé P., se ofrecen detalles de familias domínico-haitianas que solicitaron se le permitiera retornar al país de donde había huido para evitar ser asesinadas durante la matanza. Entre ellas se encuentra la señora Emilia Batista, nacida en Santiago de la Cruz, Dajabón, hija del dominicano Alfredo Batista y de María Flerit, quien durante la matanza atravesó la frontera para salvar su vida, y se presentó en el cuartel del Ejército en Loma de Cabrera y allí fue entregada a su esposo Ramón Lora, con quien había procreado dos hijos, uno de doce años y otro de nueve.

Lo mismo hizo María del Carmen Castro, nacida también en Santiago de la Cruz, hija de Alejandro Rubio y Fermina Castro, y concubina de José Rubio, residente en Cerro del Monte, con quien había engendrado tres hijos, de quince, trece y nueve años respectivamente, y le solicitó al capitán Mañé que le permitiera residir en la citada comunidad. Su condición de “completamente dominicana” la certificó el señor Ramón Jáquez y la avaló también el alcalde de Cerro Monte. Pero el caso más dramático es del dominicano Vidal Minaya, residente en la sección de El Castellar, Restauración, quien igualmente solicitó autorización al cónsul dominicano en Dajabón para traer de Haití a su esposa, la también domínico-haitiana, Primitilia Colá, quien había salido huyendo hacia Haití, y con quien tuvo nueve hijos, de los cuales cinco retornaron con ella.

A fines de marzo, el capitán Mañé informó el retorno al país de los dominicanos José Rodríguez, Juan Tejada, Cecilia Núñez, Altagracia Núñez, Francisca Medina, Francisca Marcelina Julián y seis niños, “quienes declaran que se fueron porque eran negros y temían les fuera a suceder algo. Estas gentes son dominicanos según informes que me han suministrado y yo los he despachado a sus respectivos hogares”.

Este grupo pertenecía al de las personas que lograron sobrevivir a la matanza. Sin embargo, muchos otros domínico-haitianos no lo pudieron contar y cayeron abatidos en el suelo donde habían nacido, víctimas de las armas asesinas de los miembros del Ejército vestidos de civil, acompañados de matones asalariados. El Dr. José Francisco Peña Gómez le confesó al historiador Orlando Inoa que Francisca Marcelina Julián era su tía, hermana de su madre María Marcelino, dato que consigna en su libro Azúcar, árabes, cocolos y haitianos, p. 205.

En las declaraciones juradas de 26 personas dadas a las autoridades de Juana Méndez por haitianos que cruzaron la frontera al iniciarse la matanza, la mitad de ellos practicaban la agricultura, en tanto otros ejercían diversos oficios artesanales y domésticos. Seis de ellos llevaban 15, 17, 22, 23, 24, 30 y 32 años, respectivamente, residiendo en el país, es decir, no se trataba de personas con residencia temporal o de tránsito. Con el discurrir del tiempo los dominicanos étnicos fueron retornando gradualmente al país.

Para conocer la huida de los haitianos, el asesinato de sus familiares, la forma en que fueron atados, los golpes y las heridas que recibieron de los guardias y civiles dominicanos, es interesante la lectura del “Resumen de las declaraciones juradas de los haitianos que cruzaron la frontera al iniciarse la matanza”, contenida en el libro de Bernardo Vega, Trujillo y Haití, vol. I, (1930-1937), pp. 349-369, disponible en la biblioteca digital del Archivo General de la Nación en el siguiente link: (http://colecciones.agn.gob.do/opac/ficha.php?informatico=00102740PI&codopac=OUDIG&idpag=1032659223.

También el “Análisis de las declaraciones dadas ante las autoridades judiciales haitianas”, preparado por Jesús María Troncoso, contenido en el texto editado por el ingeniero José Israel Cuello, Documentos del conflicto domínico-haitiano de 1937, pp. 60-85.