A simple vista parecería que, entre todas las formas que puede asumir el acto de frecuentar las calles de nuestra ciudad, la más peligrosa es la de practicar una caminata en solitario. No obstante, solamente después de haber conducido algún vehículo motorizado durante cierto tiempo por las calles de Santo Domingo resulta posible comprender por qué es necesario explorar con urgencia la posibilidad de que existan otros planetas dotados de vida inteligente, e incluso cooperar para que tenga éxito cualquiera de las misiones que actualmente se encuentren mejor encaminadas en ese sentido.
Se diría que el déficit de atención que afecta a la mayor parte de nuestros conductores es una herencia de los conquistadores, ya que el mismo Cristóbal Colón, en su Diario de navegación, dejó escrito el relato de todos los problemas que tuvo el timonero de su carabela Santa María mientras navegaba en las inmediaciones de la isla Española hasta que finalmente la encalló cerca de la costa norte.
El caso es que la experiencia de desplazarse por nuestras calles conduciendo un automóvil debería enseñarse en las facultades de teología como una de las pruebas incontrovertibles de la existencia de Dios, lo cual bastaría para explicar de manera satisfactoria la acendrada confusión entre la religión y la superstición que caracteriza la mentalidad contemporánea del pueblo dominicano.
Lamentablemente, algunos casos particularmente fatales han terminado derrumbando las convicciones mejor establecidas en ese sentido, y han apuntalado en su lugar la creencia de que en la única circunstancia en que cualquier persona se convierte en un superhéroe en nuestro país es cuando sujeta en sus manos el volante de un vehículo en marcha.
Por supuesto, abundan todavía los ingenuos que suponen que, por haber leído algún pasaje de Herodoto, de Ovidio o de Pascal, tienen más posibilidades de llegar sanos y salvos a su destino. En el fondo, no obstante, cualquiera podría demostrarles sin mucho esfuerzo a estos bobos que tal suposición es absolutamente falsa, pues no hay formación extraordinaria, coeficiente intelectual, destreza física, dotación genética, acumulación de capitales, característica étnica, convicción religiosa o configuración astrológica que sea capaz de garantizar la seguridad vial de quienes transitan por nuestras calles, y en esa materia ya no cabe ni siquiera la más remota posibilidad de duda o contradicción.
De manera parecida, después de pasarse varios años conduciendo por las calles de Santo Domingo, cualquiera podría comprender fácilmente por qué razón la palabra humanismo terminó expresando entre nosotros sentidos que nada tienen que ver con su acepción original. En una ciudad, en efecto, la manera en que fluye el tránsito traduce y pone de manifiesto mejor que ningún otro aspecto de la vida colectiva la condición humana de los habitantes de esa ciudad.
Considérese primero el estado de nuestras calles, pues, como se sabe, son estas las que determinan la ruta del Estado dominicano (“la calle siempre será la calle”, dijo Xiomara Fortuna): en la República Dominicana, el poder político nace en la calle, por eso resulta imposible no ver la dosis de venganza implícita en el descuido rancio: hoyos a los que los vecinos les celebran sus cumpleaños, esquinas convertidas en vertederos, sumideros e imbornales perpetuamente obstruidos por los desperdicios que se arrojan a calles y aceras y los lagos de agua lluvia que se forman de acera a acera en todas nuestras “avenidas” producto de la incuria, etc.
Es por eso que lo peor que uno puede hacer mientras se encuentra atrapado en su vehículo en un entaponamiento mientras afuera cae un torrencial aguacero es ponerse a escuchar la radio.
Quienes cometen ese error, en efecto, no tardarán en escuchar los comentarios de decenas de especialistas que afirman que “al dominicano se le ablanda la mollera cuando llueve”, que “desde que caen tres gotas de lluvia el tránsito se complica más porque el nuestro es un país caliente” o que “no hay que pedirle mangos a la piña, ni conductores inteligentes y responsables a la ciudad de Santo Domingo” porque “todos los problemas de nuestro tránsito los provoca la falta de educación de nuestra población”, aunque también es verdad que “desde que un dominicano pisa un territorio extranjero ya se ha leído doscientos libros y es más educado que cualquiera”.
Con sol o con lluvia, motorizado o a pie, el tránsito es una vía rápida hacia la deshumanización de la sociedad dominicana.
Por eso no se explica que, a pesar de ser conocedores de esto, nuestros urbanistas se las hayan arreglado para convertir nuestras principales calles en verdaderas rutas infernales, y no solamente para los transeúntes, sino para los mismos ciudadanos motorizados que a diario deben enfrentarse con todo tipo de personajes miserables y auténticamente carroñeros, comenzando por los mismos agentes “fiscalizadores” (nunca mejor dicho) y terminando por un verdadero ejército de pedigüeños, vendedores de toda clase de chucherías, y mequetrefes que arrojan esponjas sucias sobre el parabrisas para luego ofrecer limpiarlo con esas mismas esponjas, etc.
Todo lo anterior nos permite comprender por qué la idea del “humanista” que nuestra sociedad ha preferido hacerse es apenas un calco de la de “humanitario”, o sea, una persona de probidad intachable, éticamente correcta, políticamente conservadora y bien aparcada a la derecha en el campo religioso. Esta idea, a pesar de no ser más que una majadería mezclada con moralina de la más rancia estofa, evita poner el dedo en esa llaga supurante que es la cada vez más compleja red de factores que incidentan, estorban, torpedean y obliteran la humana capacidad de pensar.
Y como, luego de la muerte de Platón, nada impide que alguien incapaz de pensar sea considerado “bueno”, se le otorga de buen grado el título de “humanista” a cualquier persona que se considere ética o moralmente inocua, de la misma manera que se le entrega una licencia de conducir a cualquiera que opte por sentarse a bordo de un vehículo, ponerlo en marcha y salir por ahí dando tumbos a fabricar desastres.
Sobre todo si es más bruto que una guagua a pedales.