Mientras miles de inmigrantes tratan de alcanzar un territorio otro a través de una frontera, un mar u océano, o la selva del Darién, nosotros aquí tratamos de cruzar una calle en plena ciudad, atravesando de una acera a otra, corriendo el mismo peligro que corre cualquier refugiado en las aguas del Mediterráneo para llegar hasta Italia o Grecia.
Dentro de toda la tragedia que trae el tráfico automovilístico en República Dominicana, primeros del mundo en muertes por accidentes de tránsito (Senasa registro en 2022, 287 mil accidentes de tránsito, 53% de los accidentados tienen entre 20 a 49 años), poco se ha pensado en la vida del peatón. Todos somos peatones, junto a los miles de automovilistas desaprensivos -que olvidan que ellos también son y han sido peatones-, amenazados por la inseguridad al intentar cruzar las calles.
Conozco esa sensación que me acompaña desde aquella mañana, cuando saliendo de la Nunciatura, un carro con dos individuos subía en contramarcha por el canal de bajada… y me atropellaron en la Máximo Gómez con César Nicolás Pensón, dejándome abandonada en la clínica Abreu. 48 horas en observación, sin que supiera quienes me arrollaron, en presencia de una agente AMET que, no reportó el incidente, ni tomó los datos del chofer en falta…
Intentar cruzar una calle en cualquier sector de la ciudad capital, es una aventura de dimensiones desconocidas, un acto de valentía, donde la elegancia y los gestos de buena educación sólo existen para él que intenta hacerlo respetando las reglas, luces y líneas de señalización – como suelen hacer los perros callejeros, desde su sorprendente civismo, que atraviesan vías en cruces peatonales.
Resulta delicado dirigir el tránsito, en una sociedad donde el referente de autoridad está en crisis, donde la gestualidad carece de significado. Basta observar desde una convergencia de calles, como la autoridad es presionada por los automovilistas que, cuando se les ordena parar, siguen de largo y en la espera empiezan a tocar las bocinas, contribuyendo a la contaminación sónica y al agobio que confiesan sentir los habitantes del entorno y los agentes de AMET.
Es riesgoso este nivel de presión que reciben los agentes de tránsito, por los motorizados al acecho para cruzar en rojo, que no les permite pensar en el peatón, que espera impaciente su turno para cruzar. Y cuando le toca pasar al peatón, salen disparados las líneas de automovilistas y motorizados -tales unos conductores de Fórmula 1-, quedando el Amet y los peatones aterrados, al punto de ser atrapados por la incoherencia de los gestos de una autoridad, poco convincente y la masa de automovilista impune.
Este caos del tránsito tiene consecuencias dramáticas, ya que nadie logra controlar a los motorizados civiles y militares. Se desconoce el costo en salud que esto representa para el Estado, y las condiciones de los sobrevivientes a los accidentes, miles de jóvenes mutilados e incapacitados. Al perderse el significado de la autoridad, se fue perdiendo el significado de la vida: cuando violar la ley es un espectáculo de payaso entre piruetas sin consecuencias, se paga un precio.
Las autoridades deben estudiar la posibilidad de proteger la ciudadanía y a los que dirigen el tránsito, ya que son agredidos verbal y físicamente, pronto serán atropellados… El caos del tránsito facilita la violencia social, en especial la conducta de los motorizados. Aquí no habrá seguridad ciudadana, mientras no se tenga control de las motocicletas.
No basta con hacer planes pilotos. Hay que pasar a la acción con multas significativas y supresión de licencias de conducir de por vida, enviando las multas a domicilio, sancionando para que la gente se reeduque. La creación de un impuesto a la compra y venta de motocicletas, como propone el Dr. Marcelo Puello, podría contribuir a un fondo para asistir a los accidentados en motocicletas – que representan más del 70% de todos los accidentes automovilísticos en el país. Solamente en las festividades navideñas, 28 de los 39 fallecidos eran motorizados, sin contabilizar los sobrevivientes mutilados.
Para que la ciudadanía se sienta segura y asimile el peso de la ley, respetando sin represión, es necesario un Plan de Emergencia, con un programa de formación en todos los centros educativos, desde los niveles básicos a las universidades, introduciendo una formación obligatoria del “Peatón y automovilista responsable”. Para que en el 2050 (y antes talvez), podamos cruzar la calle sin temor a morir en el intento.