Uno de los grandes privilegios de la vida es la autorregulación, un concepto remanente de los gremios medievales que permite que entre pares se formulen y apliquen una serie de reglas para proteger la reputación del gremio en cuestión vis-à-vis el mundo exterior. El pensamiento es el siguiente: si nosotros mismos nos comportamos y aseguramos nuestra honorabilidad impedimos que el Estado directamente nos controle. Y esto es un pensamiento humano bastante racional pues nadie por deseo propio desea someterse al control de un tercero.

Esta corriente de pensamiento – salvo por los toques folclóricos propios de toda importación – es lo que condujo a que exista una corporación de derecho público llamada Colegio de Abogados de la República Dominicana (CARD) que tiene la potestad legal de regular el ejercicio de la abogacía en nuestro país. Visto desde el punto de vista conceptual no es una mala idea; en teoría los abogados como clase profesional tienen en sus manos el poder de regularse y por igual disciplinarse pudiendo “lavar los trapos” en casa. El problema es que el CARD no ha servido para mejorar la profesión de la abogacía, sino que muy por el contrario ha contribuido a que se mantenga en una meseta.

El estancamiento de la profesión tiene varias aristas, algunas recientes y otras más antiguas. De forma más reciente el CARD se ha vuelto un terreno de lucha partidaria asimétrica como se ha podido visualizar en el reciente proceso electoral de dicho gremio, que a la fecha sigue dando mucho de qué hablar y no queda claro cuál será el desenlace. El artículo 40 de la Ley No. 3-19 que rige actualmente el CARD es bastante preciso al establecer que “el cargo de presidente del Colegio es de naturaleza gremial; por lo tanto, no podrá realizar actividades político partidista [sic]”. En la práctica sin embargo es notorio que hay una pugna partidaria por obtener control del CARD cuando no debería ser el caso al tratarse de un gremio profesional cuya única misión debe ser velar por mantener el respeto y la honorabilidad de la profesión que representa.

Pero yendo a la raíz del problema que es una cuestión más antigua, la realidad es que no se ha sabido restringir el acceso a la profesión de la abogacía en la República Dominicana. Cualquiera que haya obtenido una licenciatura ordinaria y pueda gestionar un certificado de no antecedentes penales puede solicitar su exequatur (un remanente trujillista, dicho sea de paso) y posteriormente su inscripción ante el CARD. Visto de otra forma, no hay ningún tipo de examinación especial ni evaluación de “character and fitness” para determinar la idoneidad del aplicante que desea convertirse en abogado. Como la profesión nunca fue selectiva con quienes aceptó lo que ha terminado ocurriendo es que la profesión se ha cualquierizado y se ha vuelto atractiva para el tipo de persona que se presta a ventilar embrollos electorales-gremiales. Siendo justos, sin embargo, este tipo de oportunismo igual se ve en otras jurisdicciones que sí tienen controles más estrictos de la profesión, solo hay que ver, por ejemplo, el caso de “America’s Mayor”, Rudy Giulani – la diferencia siendo que hasta a Rudy le han suspendido su licencia de abogado en Nueva York y Washington D.C.

La estela electoral del CARD es un presagio del malaise que experimenta la profesión de la abogacía en República Dominicana desde hace décadas. Si bien el Poder Judicial comienza a reformarse a partir del 1997 para combatir la percepción de que los jueces vendían sus fallos con la misma agilidad de un buhonero de la Avenida Duarte la reforma correspondiente para el lado privado de la abogacía nunca llegó y hoy vemos en primera fila sus consecuencias. Más allá del ángulo oportunista-político descrito arriba, la otra cara de la moneda es que debido a la falta de estándares y un régimen de consecuencias (¿cómo puede funcionar el tribunal disciplinario del CARD en el medio de una crisis electoral?) la mayoría de los servicios legales prestados en la República Dominicana son en cierta medida deficientes y naturalmente quien paga ese precio (las externalidades negativas de la representación deficiente) es el cliente.

Este panorama actual no tiene una solución sencilla pues se ha permitido que perdure en el tiempo y esto ha oxidado cualquier posibilidad de reforma. Un buen comienzo puede ser eliminar la colegiatura obligatoria, enviar al CARD al cementerio de la Avenida Máximo Gómez (aplicándole mucho cemento a la lápida) y transferir sus atribuciones regulatorias al Poder Judicial al igual como ocurre en otros países (por ejemplo, en cada estado de EEUU el sistema judicial regula la profesión) pues es aparente que el experimento con la autorregulación ha servido únicamente para mantener la profesión estancada. Mientras tanto estaremos como los moros de Granada – llorando como niños lo que no supimos defender como adultos.