Durante las tres últimas décadas, la violencia no cesa de aumentar. Este año  2022, ha puesto de manifiesto la intensidad del fenómeno.

Si bien es cierto que vivimos en América Latina, segunda región más violenta del mundo, estamos muy alarmados por la modalidad y frecuencia de las agresiones: crimen común, enfrentamientos entre bandas, asaltos a residencias, secuestros, violaciones, asesinatos  de figuras públicas y personas desaparecidas.

La violencia parece surgir de todas las direcciones y desde todos los ámbitos: familia, escuelas, calles, instituciones etc. Apoderándose del diario vivir, ante la ausencia de cuerpos represivos de Estado eficaces, que garanticen la seguridad ciudadana.

Hemos olvidado y muchos desconocen que, durante 30 años la dictadura de Rafael L. Trujillo, practico los niveles más horrendos de violencia gubernamental, que conoció el país y la región. Al caer el dictador la violencia continuó, pues la sociedad no se limpió, no fue destrullijizada,  nadie pagó por aquella violencia.

Asesinos del régimen, simpatizantes, opositores, víctimas y victimarios, convivieron tranquilamente, hasta nuestros días, cuando vemos algunos testaferros del trujillato, morir tranquilamente en sus camas.

La violencia post dictadura, fue absorbida, cual papel secante, por la sociedad que, continuo con una serie de eventos socio políticos, donde parecía que la violencia  había sido  históricamente integrada, con todos los rituales que la acompañan, en especial la  impunidad y la banalización del mal.

Esa violencia  absorbida, se ha nutrido de las grandes transformaciones que vive la humanidad: globalización, transculturización del crimen, auge de la droga, intolerancia y más impunidad, siempre presente durante estos años de democracia permisiva, que se caracterizan por una relación simbiótica entre policía y delincuente.

Los últimos 50 años, ilustran  la dimensión de esa violencia, con todas las características  en que ella se expresa, dándonos unas sacudidas cíclicas, desde la década de los 60 del siglo pasado, con aquellos asesinatos de jóvenes conocidos como anti trujillistas y constitucionalistas. Como fue el asesinato de Gaby Castillo, el 4 de noviembre 1965, por León “Sastre”, quien se decía era un calié de la dictadura, y el de Billy Gutiérrez, asesinado en un centro nocturno, 17 de diciembre del 1965.Nunca se supo del asesino.

La década de los setenta quedó dentro del ciclo de los 12 años, (1966-1978) donde la violencia de Estado fue sellada por asesinatos políticos emblemáticos. Destacándose la eliminación de Los Palmeros, Amaury Germán Aristy, Virgilio Perdomo, Ulises Cerón Polanco y Bienvenido Leal  (La Chuta). Caídos entre el 11 y 12 de enero del 1972.En lo que se calificó, como la lucha armada más desigual del siglo XX. Seguido del doloroso asesinato, del periodista Orlando Martínez el 17 de marzo del 1975.

La impunidad como práctica  frecuente y aceptada en la sociedad ha creado una cultura permisiva, que  arrastra al sujeto a la deshumanización, de acuerdo  al filósofo Byung Yul Han*. Lo que no permite  ver con claridad las nuevas  conductas delictivas,  aprobando que muchos crímenes no hayan sido sancionados, ni siquiera socialmente.

Cabe recordar cuando el político Leonardo Matos Berrido, en el año 1982, asesinara su ex esposa Edith Guzmán, en el parqueo del Hotel Embajador, y como  continuo siendo una figura pública muy aceptada.

La muerte de la Sra. Gómez, es una estadística que toma fuerza en la agresión que sufre la mujer dominicana, por sus parejas y ex parejas. Dan fe, las 50 mujeres asesinadas en lo que va del año.

Parece que mientras disminuye la violencia de Estado, la violencia social e intra familiar aumenta. Y cualquier discusión puede costarnos la vida.

El país  viene dando señales de sus niveles de violencia, y, de sus cambios, como fue el asesinato del niño José R. Llenas Aybar, hace 26 años. Algo en la sociedad  se  había quebrado, por las características del crimen, los personajes implicados y, la impunidad, ante la salida del país, sin que se le hiciera ni una entrevista, al esposo de la embajadora argentina para la época, quien se decía estaba vinculado a los hechos.

Este año estamos viviendo la dimensión de la violencia acumulada, con el asesinato  del ministro Orlando Jorge Mera, el día 6 de junio pasado, en su despacho, por su amigo de infancia.  El acto más grotesco que nos ha traído la violencia absorbida, de los últimos tiempos. Este crimen, debió generar una profunda reflexión, en toda la sociedad, para analizar lo que viene pasando y pasa con la violencia en el país. Pero no se hizo nada.

La complejidad del fenómeno requiere acciones multisectoriales, desde la educación, justicia, familia, salud, pobreza etc. Para superar esta violencia, hay que trabajar en /y con los individuos, desde la más temprana edad, el respecto por el otro, y hacia sí mismo, ya que se trata de una ciudanía que no tiene responsabilidad alguna sobre su accionar, al desconocer que los actos existenciales tienen consecuencias, y que hay que pagar por ellos.

La ausencia de un régimen de consecuencias es la parte más  crítica , frente a una ciudadanía, formada en la cultura de la permisibilidad, que tiene como referente violentar las reglas del buen vivir en sociedad.

Cuando el Partido de la Liberación llego al poder (1996), la violencia estructural estaba instalada. Se llevó al Dialogo Nacional, se generó una algarabía en torno al tema, enganchándose una pléyade de “especialistas”. Se gasto mucho dinero en consultorías, motos Harley Davidson, alcoholímetros, cenas y seminarios se diluyeron junto al discurso populista.

La violencia  puede ser prevenible, pero se requiere de un compromiso político serio, que involucre a todos para lograrlo.

Aquí jamás, hemos tenido políticas públicas para enfrentar el flagelo. El enfoque suele ser muy errático. Con la educación y la familia en crisis, sin  instituciones fuertes, e impunidad, de donde sale una gran parte de la violencia y la delincuencia. Es ahí, en la impunidad, donde hay que trabajar.

Un gran reto para  una sociedad sin paradigmas de sanción, donde no se aprende a ser responsables, y se busca la culpa, en el afuera,  asociada la falta al  status, (ricos,  políticos,  militares,) tienen licencia para irrespetar.

Mientras el pueblo sin control, ha adoptado sus espacios favoritos para trasgredir, expresados en el tránsito vehicular. Con miles de automovilistas y casi 4 millones de motorizados violando los semáforos,  en presencia directa de la autoridad, faltas sencillamente graves  que   forjan criminales. Las pequeñas faltas  son el preludio a las grandes faltas. Basta con ver como  se agrede un AMET.

Hoy tras décadas de violencia de Estado e impunidad cultivada, donde no se hizo nada para acabar con la  violencia heredada, algunos tienen el descaro de reclamar y politizar el fenómeno, cuando se trata de una violencia absorbida e integrada, por las clases dirigentes, trasmitida cual legado a las actuales generaciones, a los ciudadanos. A los que no se les garantiza la  subsistencia, ni se les enseña a vivir en sociedad,  pagando por sus faltas y  responsables  de sus actos.

*La expulsión de lo distinto.  Byung-Chul Han.  Edit.Herder,Barcelona