Ya se convierten en rutina las explosiones de crisis comunicacionales en empresas e instituciones y su catastrófico impacto en la imagen y la reputación. Y pensar que son prevenibles.

No hay que romperse los sesos para identificar las causas.

En pleno siglo XXI sigue escuálida la conciencia sobre la importancia de la comunicación como proceso en la dinámica empresarial e institucional. El gobierno y algunas empresas registran avances. La asumen como una inversión, no un gasto, y apuestan a la planificación. Pero el trecho por recorrer sigue siendo largo.

Esa falencia a menudo es subestimada o desconocida por muchos ejecutivos.

En unos casos, su mirada se agota en actividades resultado de caprichos individuales, envío de notas de prensa a los medios sin ponderar pertinencia y cabildeo de apologías.

En otros casos, en confiarlo todo a un opinante que le apagaría el fuego en los medios, cuando ocurra.

Y en otros, en una especie de agencia publicitaria que desdice la cultura, identidad imagen y comunicación de la institución o empresa.

No entienden el valor estratégico de la comunicación en la gestión. La ven como un elemento accesorio, insignificante, prescindible ante el primer asomo de desbalance económico. Y peor, como algo que no se estudia; por tanto, cualquiera puede desempeñar.

El lugar que las direcciones de comunicación ocupan en los edificios, el limitado equipamiento, la reducida cantidad de colaboradores, la pobre valoración económica, el enganche de improvisados,  más la carencia de planes, programas y proyectos, son evidencias contundentes de tal retorcimiento.

La anarquía es la primera consecuencia de tales desaciertos. El clima laboral se enrarece, la empresa o institución se debilita y queda a expensas de las amenazas externas. La candelita se agita, llega el siniestro. Se desmoronan la imagen y la reputación en los públicos, desfallece la credibilidad. Y luego, el costo para revertir los daños es muy alto y a largo plazo.

En la coyuntura actual hay ejemplos de crisis comunicacionales que pudieron evitarse con un abordaje holístico de la comunicación. Y ya plantadas en el concierto de las opiniones públicas, aminorar su impacto si se hubieran tratado con rigor metodológico. No ha sido así porque la improvisación ha sido el camino escogido.

Ante este panorama sombrío, queda clara la urgencia de deshacerse de todos los reduccionismos para repensar la comunicación desde su complejidad. Y actuar sin temor en esa dirección, aportando cuantos recursos sean necesarios.

Se necesita comprender que ella atraviesa de manera transversal a la institución o la empresa. Es savia que energiza el cuerpo institucional, en tanto se trata de “redes conversacionales” en permanente acción, no cosa inerte, ni medios de comunicación tradicionales y nuevos. Ella no es prescindible salvo que se aspire, irracionalmente, al fracaso.

Se necesita una conciencia renovada que  revolucione la mirada comunicacional anquilosada desde hace décadas. Porque, en estos tiempos, la comunicación no debe ser un cumplido, sino un proceso vivo hermanado con los objetivos estratégicos.

Por suerte, hay funcionarios y empresarios que entienden la necesidad imperiosa de los reclamos de este siglo. Es una buena señal.

Mientras tanto, aceptemos que muchas de las crisis comunicacionales visibilizadas hoy en los medios, fueron buscadas.