Por sus grandes peligros y retos, sigue siendo una de las mayores preocupaciones en el campo internacional la criminalidad organizada. No es un secreto que el crimen organizado, muchas veces, ha puesto en ascuas a las más poderosas economías del mundo, cuyo fenómeno no deja de ser un tormento para naciones como la nuestra.

 

Frente a la creciente y cada vez más peligrosa delincuencia económica y de cuello blanco las legislaciones nacionales, como la nuestra, se han visto compelidas a adecuarse a este tan importante campo de acción internacional. Ello así porque realmente la criminalidad organizada es el origen de una gran espiral de crímenes que nada tienen de “económico”, pero la inversa no se cumple: el crimen económico es siempre organizado. Tanto es así que la criminalidad económica es considerada como tipo o ejemplar de la criminalidad organizada (Dómine).

 

Pero este fenómeno no se detiene en criminalidad puramente económica, sino que desborda sus límites, extendiéndose a todo tipo de tráfico: de armas, de seres humanos, de órganos, de dinero, de drogas prohibidas, de mercancías, de piedras preciosas y de influencias, entre tantos tipos de negocios ilícitos (Moisés Naim), corrupción incluida, añado yo.

 

Se trata de una criminalidad de gran calado, que permea diversas instituciones estatales, haciendo nacer, en algunos casos, el Estado paralelo, que pone al servicio del crimen el Estado formal. Se afirma – no sin razón – que funcionarios civiles, como miembros del sistema judicial, policías y miembros de los cuerpos de seguridad ciudadana y de defensa, fronteriza, marítima, aérea y terrestre han estado y pueden seguir vinculados en tales deleznables hechos.

 

Se trata de crímenes de toda naturaleza, entre los cuales se encuentra el crimen de cuello blanco, concebido como tal por Sutherland en 1949, quien sostiene en el capítulo 14 de su obra White Collar Crime, titulado “crimen de cuello blanco como crimen organizado”: “la violación de leyes cometida dentro de una empresa (sociedad comercial) es crimen organizado y premeditado”.

 

Lo que está sucediendo es una clara manifestación de la creación de esquemas mafiosos, que ponen en juego los más diversos bienes jurídicos que debe tutelar el Estado, como lo son: el orden e institucionalidad democrática, el sistema bancario, el orden económico y la estabilidad del mercado; la administración de justicia y la seguridad, y desafía a los órganos de investigación, persecución y sanción del Estado, para que actúen según la magnitud de las acciones y de los daños producidos a la sociedad.

 

Se trata de grupos criminales o delictivos organizados, los que son definidos, por la Convención de Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, asimilada en sus considerando por nuestra ley 155-17, de lavado de activos y la Convención de Palermo, como grupos estructurados de tres o más personas que existen durante cierto tiempo y que actúan concertadamente con el propósito de cometer uno o más delitos graves o delitos tipificados con arreglo a dicha convención con miras a obtener, directa o indirectamente, un beneficio económico u otro beneficio de orden material” .

 

Según esto hay cuatro parámetros para identificar una organización delictiva: a) existencia de un grupo estructurado; b) duración durante un cierto tiempo; c) actuación concertada para cometer delitos graves; d) finalidad económica de la acción. Por lo que hemos visto y oído, en la República Dominicana esos grupos delincuenciales vienen operando en nuestras caras. El monstruo criminal crece mientras el Estado parece disminuido.

 

Hoy, por suerte, hay claras manifestaciones del Estado de una lucha firme, vigorosa y sostenida contra los grupos criminales organizados, en sus diversas manifestaciones. El reto es la continuidad, profundidad, extensión y calidad -objetividad, legalidad y no excesos- en las investigaciones y persecuciones, para garantizar la legitimidad del proceso de cambio de paradigma que estamos viviendo, con lo que renace la esperanza ciudadana.