Desde los albores del siglo XIX se inicia a plantear la tesis de que “la economía determina la forma del estado político”, al producirse una simbiosis entre las elites políticas y económicas, que con el paso de los años derivó en el «transito desde el Estado de derecho al Estado-Mercado» según plantea el catedrático español Francisco Caballero, quien sostiene que en este nuevo modelo el Estado se convierte en «arcilla» del mercado que se rige por los valores de la utilidad, la eficacia y la competencia. De ahí que el Estado ha perdido la autonomía frente al “Capital”.

Entorno a esta idea ha surgido una nueva comprensión del imperialismo en el siglo XXI, que lo desliga de los Estados Unidos para asociarlo con el Capital colectivo, en el que participan los capitalistas de todas las regiones del mundo. Se trata de una novedosa tesis desarrollada por los reputados autores Michael Hart y Antonio Negri, donde se pone de manifiesto que el mundo actual no es gobernado por sistemas políticos estatales, sino por el nuevo proyecto imperial que implica la universalización del capitalismo como doctrina, cosmovisión y practica de vida.

Dentro de este nuevo cosmos, el Estado-Mercado impone su ley a través de tres instituciones fundamentales: Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial (BM) y la Organización Mundial del Comercio (OMC), que dictan las condiciones en el orden cultural, económico y social, desvaneciendo los conceptos soberanía-nación, mientras se privilegia el poder de las empresas transnacionales que forman un nuevo orden global.

Estos organismos surgen en la Conferencia de Bretton Wood en 1945 — incluyendo la idea que rige la actual OMC — en que se define un nuevo orden mundial. Precisamente en este contexto, próximo a la segunda mitad del siglo XX inician a fraguarse teorías y movimientos denominados “desarrollistas”, que tienen por foco a los países definidos como «atrasados» o «subdesarrollados» de las regiones de América Latina, África y Asia. A partir de este momento la referencia teórica y política del desarrollo llama la atención del pensamiento latinoamericano, convirtiéndose en un concepto controvertido, ya que se produce una imposición hegemónica de la concepción occidental del progreso como lineal.

Visto desde esta óptica el subdesarrollo se entiende como un «estadio» anterior del desarrollo. Este último es propio de una sociedad moderna cuyas referencias eran Estados Unidos y parte de Europa. De ahí que la ruta trazada hacia el desarrollo consiste en “la transición de lo tradicional a lo moderno”, constituyéndose en un desafío histórico para los países pobres el proyecto de modernizarse, que implicaba condiciones políticas, culturales y económicas asociadas al crecimiento económico, indicador que ha determinado la concepción de desarrollo hasta la contemporaneidad.

Pues, aunque el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), a principios de la década de los 90 proponía una nueva conceptualización del desarrollo conocida como «desarrollo humano», que busca superar la visión excesivamente economicista del desarrollo que identificaba éste con el crecimiento económico, no ha pasado de ser un discurso filosófico tomado prestado, mientras en su práctica y discurso técnico se sigue rigiendo por el reduccionismo economicista, como ha observado el catedrático Juan Tellería al diferencia esta dualidad discursiva y, a su vez, señalar la contradicción básica existe entre ambos discursos.

Si se toman los discursos de los Jefe de Estados de la región latinoamericana que dirigen a sus respectivas naciones, solo varían en la forma y el contexto, pero la línea discursiva versa sobre el mismo contenido: datos estadísticos avalados por los organismos internacionales que confirman y proyectan un crecimiento económico sostenible, mejoramiento en los indicadores de la salud, educación, seguridad, empleo y reducción de la pobreza. Sin embargo, el énfasis recae sobre el crecimiento económico.

Lo cierto es que tal crecimiento económico más allá de las estadísticas es una ficción con respecto al desarrollo humano de nuestros pueblos. Si de manera particular se aborda el panorama económico de la República Dominicana, los organismos internacionales señalan que el país entre el periodo comprendido entre 1991y 2019 ha registrado el mayor crecimiento económico de la región en los últimos años. Sin embargo, ¿por qué este crecimiento económico no se ha trasferido en un mayor desarrollo humano como propone el PNUD en su discurso filosófico, que permita ampliar el abanico de oportunidades y capacidades que las personas realmente tienen a su alcance? Dígase, acceso a educación de calidad gratuita, a la salud y un mayor poder adquisitivo real.

Mientras las gestiones gubernamentales exhiben su buen desempeño centrado en “cifras de crecimiento económico”, se excusan en factores externos para justificar el crecimiento de la deuda pública y el aumento del déficit fiscal. Así mismo, se maquilla con cifras los problemas estructurales que continúan sin mejoras sustanciales, generándose el dilema entre las estadísticas oficiales y la realidad que percibe la gente: educación y salud deficiente en la calidad, apagones eléctricos, inseguridad y carestía de la vida por nombrar algunas de las problemáticas que más afectan y preocupan a la población.

En consecuencia, ¿cuál es el destino de las riquezas que se produce?, porque formamos parte de la región donde la pobreza y la desigualdad colocan a las sociedades latinoamericanas entre las más deficitarias del mundo con economías dependientes y poco competitivas. Bajo este modelo, como sostiene Tellería “no parece realista pensar que en los próximos años desaparecerá eso que suele denominarse «subdesarrollo»”. Por consiguiente, hay que redirigir la mirada hacia un nuevo modelo político que en el centro de su praxis tenga al ser humano como fin y no como un simple recurso para la productividad.