A mi querido hermano

Para tocar los temas que se identifican en el título de este artículo, hay que revisar primero los antecedentes del papel que ha jugado la corrupción en la sociedad dominicana.

Todavía hoy, con una cabeza del Ministerio Público extremadamente confiable, como la que tenemos, no se puede fijar fecha del inicio del fin de la impunidad de la corrupción que arropa a la sociedad dominicana y tal vez deba pasar mucho tiempo antes de que podamos fijar esa fecha.

Participación Ciudadana lo puso en blanco y negro con dos trabajos de investigación: “20 Años de Impunidad” (2004), que recoge los casos de corrupción entre 1983 y 2003, y “La Corrupción sin Castigo” (2014), que recoge los casos de corrupción entre 2003 a 2013. Los resultados desnudaron la realidad de una impunidad sin límites.

La pregunta obligada es cuáles causas incidían para obtener resultados tan dañinos para el cuerpo social, pues restaban recursos que eran necesitados en salud, educación, alimentación y, por qué no, también en justicia. La respuesta es multicausal. Muchos funcionarios provenientes de todos los partidos iban a las funciones públicas a enriquecerse, y nuestros líderes políticos acudían al librito de cómo gobernar de Joaquín Balaguer (y no al de Juan Bosch), y utilizaban la corrupción como una herramienta de gobernabilidad. Basta recordar aquel episodio: “que no toque esa tecla”.

Todos los partidos, cuando les ha tocado gobernar desde el Ejecutivo, y también en los gobiernos municipales, han utilizado esa herramienta y como el PLD ha estado en el poder en 20 de los últimos 26 años, le ha tocado los casos más escandalosos de corrupción, pero esto no exonera de responsabilidad a los demás partidos, sobre todo al PRD y ahora al PRM.

Otra causa es la maleabilidad del sistema de justicia ante los casos de corrupción, debido principalmente a que al igual que hicieron con la mayoría de los gremios de profesionales, los partidos irrumpieron en el sistema de justicia para asegurarse esa impunidad indispensable para garantizar que la corrupción siguiera haciendo millonarios a algunos y asegurara recursos para las campañas electorales.

Muchos conocen el dicho aquel de que cuando la política entra por la puerta, la justicia salta por la ventana. Y en esta lucha de los partidos mayoritarios por el control de la justicia, el PLD salió con ventaja pues estaba en el poder cuando comenzó el proceso de incorporar miembros a la carrera del ministerio público.

También los jueces fueron infiltrados, a todos los niveles, comenzando por la Suprema Corte de Justicia. En una ocasión en una embajada que celebraba aniversario de su independencia, un juez del más alto tribunal, molesto por mis posiciones denunciando designaciones de miembros de partidos en la judicatura, me habló con orgullo de su militancia peledeista y de su lealtad a ese partido. Se llegó al punto de la repartición de jueces de la Suprema, como ocurrió en 2001, cuando el presidente Mejía, para llenar las tres vacantes que había, otorgó una a Joaquín Balaguer, otra al Poder Judicial y una tercera al PRD, y para colmo luego se llevaron a cabo las evaluaciones públicas de candidatos cuando ya todo estaba decidido.

Como la impunidad reinaba, la corrupción aumentaba de tamaño, y qué hubiesen querido los responsables de esos casos: que nadie se percatara de lo que ocurría, que no se llegara siquiera a usar el calificativo de imputados, que esos casos no llegaran al sistema de justicia, y si llegaban, que no pasaran de la fase secreta de la investigación, para no ser expuestos ante la sociedad. Pero la sociedad fue despertando de un letargo reflejado por muchos años en las encuestas, que indicaban que la corrupción estaba lejos en el ranking de las preocupaciones de la sociedad, lo que era producto de esa estrategia de ocultar los casos y cuando no se podían ocultar, desacreditarlos politizándolos, o más bien partidarizándolos. Cada vez que un exfuncionario era acusado de corrupción, alegaba persecución política.

El caso que comenzó a despertar la conciencia ciudadana no fue el de Odebrecht como algunos han señalado, fue el de Baninter en el 2003, que no llevó a los tribunales a funcionarios públicos sino a banqueros del sector privado. Pero, claro, la impunidad continuaba y vino el caso Odebrecht, que aceleró la evolución de prestar mayor atención a los casos de corrupción, luego de estrepitosos fracasos con casos como el de Félix Bautista o el de Víctor Díaz Rúa, donde los jueces cargaron con una mayor responsabilidad, que luego fue asumida por el ministerio público.

Llega la época de Jean Alain Rodríguez, que sube a la Procuraduría General de la República, desde su militancia partidaria y sus aspiraciones presidenciales a destiempo, y encuentra el caso Super Tucano, y le estalla en la cara el caso Odebrecht, y los dos casos se manejan bajo el mismo patrón, amparándolos bajo el manto de la impunidad, pero como eran casos tan groseros (el de Odebrecht fue calificado por el propios Jean Alain como el mayor caso de corrupción en toda la historia de la República Dominicana), era imposible impedir que por lo menos llegaran a juicio de fondo.

Ambos casos, Odebrecht y Super Tucano no fueron descubiertos en República Dominicana, sino en los Estados Unidos, que dejó de chuparse los dedos e investigó cómo las compañías brasileñas les ganaban los concursos a las compañías norteamericanas y descubrió todo el entramado de sobornos en muchos otros países, además de en República Dominicana. Ante las pruebas recabadas por el Departamento de Justicia de Estados Unidos, Odebrecht y Embraer tuvieron que llegar a acuerdos con las autoridades norteamericanas y brasileñas, confesando los sobornos y por esa vía llegan los casos a nuestro país.

En ambos casos la Procuraduría General de la República de Jean Alain Rodríguez llegó a acuerdos para un penal abreviado, donde tal vez lo más importante no era la multa que debían pagar ambas compañías, sino su obligación de colaborar con el ministerio público dominicano suministrando todas las pruebas que tenían a fin de identificar a los responsables de los sobornos en territorio dominicano y poder sustentar acusaciones penales contra los mismos.

En ambos casos, los acuerdos fueron homologados por los jueces y en ambos casos el ministerio público no reclamó el cumplimiento de las obligaciones de las compañías de suministrar las pruebas que necesitaban los casos dominicanos. Hoy día, para ambos casos, es muy tarde, procesalmente hablando, para introducir nuevas pruebas en apelación.

Estos antecedentes permiten explicar la “furia” de la opinión pública cuando se le dice que las empresas admitieron los sobornos, pero no es posible condenar a los responsables, aun cuando sean otros distintos a los procesados. Imagínese que ocurriría en un país donde la gente es asesinada, pero no se castiga nunca a los responsables. Tenemos el cadáver, pero no a los asesinos. Eso solo es posible en regímenes autoritarios, pero no en un Estado Social y Democrático de Derecho, al que aún no hemos llegado, aunque esté escrito en la Constitución.