La democracia liberal nació, como concepto en la Europa de la segunda mitad del siglo XVIII, llamado el Siglo de las Luces. El movimiento cultural de La Ilustración había sentado las bases para una sociedad de personas que se consideraban “libres e iguales”. En ese contexto modernista de espíritu crítico, tolerancia religiosa, aspiración de libertad y un sentido cívico de la felicidad; influenciado por el pensamiento de Hobbes (“El Leviatan”. 1651),  de Locke (“Ensayos sobre el gobierno civil”. 1690), Montesquieu (“El  Espíritu de las Leyes”. 1748), entre otros, que sentaron las bases de la concepción democrática liberal del estado republicano, Rouseau publicó “El Contrato Social” (1762). Su idea básica fue que las personas, libres e iguales, sacrifican parte de su libertad “natural” para ganar la posibilidad de vivir en sociedad, en una especie de contrato entre todos, que se traduce en el cuerpo de leyes, derechos y compromisos que soportan la “sociedad civil” y los poderes públicos generados por delegación para gestionar el bienestar y la seguridad colectivos, a través de la voluntad popular mayoritaria, generalmente manifestada mediante procesos electorales universales.

Desde su nacimiento, la idea liberal de república democrática (por oposición a la de reinado), quedó ligada a la idea de libertad personal (opuesta al autoritarismo), a la idea de que el poder deviene del pueblo, único soberano, (contraria a derechos hereditarios de la nobleza y aristocracia) y, por tanto, a la idea de que la autoridad del poder político, tiene razón de ser por la búsqueda del bienestar colectivo, la igualdad social y la felicidad.  Este compromiso tácito entre las personas y entre ellas y las autoridades se le denominó con la metáfora de “Contrato Social”. Dicho contrato sería la base de la vida en la sociedad democrática y de la legitimidad del poder delegado por el pueblo en las autoridades.

Ciertamente, esta no es la única forma de gobierno republicano y socialmente legitimado que se ha desarrollado en la historia mundial, pero ha sido predominante en nuestros países.

Estas ideas fueron plasmadas en la Constitución de los Estados Unidos (1787), en la Constitución (1791) surgida de la Revolución francesa (1789), en la gran mayoría de las Constituciones de los estados europeos contemporáneos y de los surgidos de la independencia de las colonias europeas en América, desde la independencia de Haití (1804) hasta nuestros días. Son la base conceptual del modelo de democracia liberal que ha predominado en el mundo occidental hasta nuestros días. Los pueblos latinoamericanos, el norteamericano y europeos, hemos sido socializados alrededor de la idea de que la democracia, como forma de gobierno está estrechamente ligada a la esperanza y necesidad de libertad, de justicia (Rawls), de equidad social y de bienestar, con respeto a la soberanía y la voluntad popular.

Cada vez que las libertades democráticas han sido usurpadas por regímenes dictatoriales autoritarios, movimientos sociales masivos han emergido, incluso con enormes y heroicos sacrificios, para reconquistar esa esperanza de la democracia como camino para mejorar la calidad de la vida.  Cada vez que un gobierno, en nombre de la democracia, actúa en beneficio de minorías y protección de privilegios contra del bienestar colectivo, se han fraguado rebeliones electorales o de fuerza, pacíficos o violentos, para reconquistar la esperanza de bienestar, de prosperidad con equidad social.

Estas expectativas de bienestar colectivo y equidad como derechos democráticos, que se oponen a la de privilegios, a la de subordinación del interés colectivo al particular, y a la de exclusión social y miseria, está estrechamente vinculada a la calidad de la vida cotidiana, a la igualdad de oportunidades y desarrollo de capacidades. Se concreta como realidad y como imaginario, en la situación de salud y acceso a servicios, en el acceso a una educación liberadora, en puestos de trabajo dignos, en seguridad, en previsión social que garantice una vejez digna y, en general, en inclusión, participación, bienestar y felicidad.

El neoliberalismo, como ideología, con sus extremismos de mercado, rompió este contrato social, al reducir el Estado y su autoridad delegada por el soberano a una mínima expresión, a una función de modesto regulador de los agentes del mercado en  los cuales delegó  su primordial responsabilidad, delegada por el soberano, en la producción y reproducción del bienestar colectivo; y al colocar la autoridad política por encima y separada de la voluntad popular, en algunos casos incluso contra las conquistas democráticas. La subordinación de lo político a las dinámicas de mercado, va vaciando la democracia de sentido, limitándola a eventos electorales formales.

No extraña entonces la rebelión electoral anti neoliberal que parece ir ascendiendo en el continente. Abrigamos la esperanza que emergerán diversas experiencias y abordajes que perseguirán restablecer los nexos entre democracia, prosperidad, equidad social, bienestar y felicidad, y fortalecerán y consolidarán las libertades y derechos democráticos ciudadanos.