"…Cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo". Umberto Eco.
Uno de esos títulos, tan sugerentes como abarcadores y que a la vez hace imprescindible su lectura por la enorme riqueza de su contenido, es el libro de ensayos Construir al enemigo de Umberto Eco. Cuando uno se adentra en su interior es para reencontrarse, una vez más, con ese tipo de conocimiento y erudición que acompaña a quien vivió en el mundo de los libros y del pensamiento como pez en el agua, sin duda el caso del autor de la celebre novela El nombre de la rosa. Como afirma Mercedes Monmany en uno de sus artículos "Eco venía de la pasión por el debate y la discordancia, del gusto por el juego provocador de la invectiva, por el respeto a los clásicos pero también por el hambre insaciable de nuevas propuestas".
Para mí saber contar es tener vocación de garfio, atrapar entre tus letras al lector y despertar su interés desde un principio. Si en vez de iniciar este artículo apelando a Eco yo lo hubiera hecho hablando de algo trivial y manoseado por todos, un lector culto y dotado de curiosidad hubiera pasado por alto este escrito desde las primeras líneas. Sin embargo, aquellos que intentamos seguir la estela y beber en fuentes de la vieja tradición del buen narrar -como él hiciera- somos muy conscientes de que contar una historia, por más insignificante que parezca su propuesta, tiene el deber de encandilar, de provocar un enganche intelectual y emocional en quien nos dedica su tiempo deteniéndose en nuestras palabras. Así, cuando el lector está a mitad del recorrido puede encontrar un giro inesperado en su camino, un dato quizás que altere todo lo que creyó hasta entonces. Es privilegio del autor ejercer su libertad creativa e ir desgajando suavemente su relato o bien acelerar su ritmo en su intento por atrapar al lector reticente que no se conforma.
Retornando al inicio y para no perder de vista el principio del hilo que enrolla esta bobina, quisiera detenerme en el concepto de la construcción del enemigo y llegado a este punto, debo declarar abiertamente que yo construí -hace ya siglos- a mi archienemigo literario. Apenas esbozado en una primera fase cual dibujo de un fantasma, poco a poco fui dotando de carne y hueso su figura. Era la viva imagen de todo aquello que yo jamás hubiera deseado ser como escritor, alguien situado en mis antípodas. Se mostraba como un tipo pedante y altivo, encorsetado en su vanidosa pretensión de pavonearse ante el mundo como hombre sabio y falsamente instruido. Un individuo amargo, limitado en sus puntos de vista y completamente alejado de su entorno.
Tengo manías como cualquier otro mortal y éstas se ponen de relieve en todo aquello que rechazo. Este tipo de enemigos, en mi particular mundo, son seres por lo general arrogantes e incultos. Y cuando uso el término incultura, aclaro, no hablo solo de esa peculiar inclinación hacia los libros que se permite utilizarlos casi como arma arrojadiza, como objetos de puro coleccionismo y presunción, ni siquiera hablo de esa sobreabundancia de citas y datos esgrimidos siempre al servicio de egos desmedidos. Yo me refiero, más bien, a una falsa sensibilidad literaria y vital, a ese evitar ir al centro de las cosas rechazando la referencia discreta y oportuna que no pretende apabullar nunca al lector. El listado de características que me molesta encontrar en los farsantes puede llegar a ser infinito, pero como muestra basten tan solo unas leves pinceladas del personaje que puedo llegar a considerar un enemigo literario.
En una ocasión acudí a la puesta en circulación de una novela – una novela panfletaria- en la que el autor, a cambio de conseguir un puesto en el nuevo gobierno que recién se inauguraba, no dudó en poner su pluma "al servicio del rey" y a través de un emisario/funcionario le envió su nuevo vástago sin mostrar al hacerlo el más mínimo pudor. Desde un punto de vista ético considero como algo absolutamente aberrante este tipo de acciones por parte de un escritor. Lo peor, no obstante, fue comprobar como se sumaron a la misma y con idéntico desparpajo otros correligionarios de los que pululaban en aquel evento. Salí del recinto vomitando chispas. No había visto jamás tanta gente pusilánime e interesada junta ni tanta desfachatez.
Toca, para finalizar este artículo, abordar cómo fue el proceso de construcción de mi enemigo literario. Yo le había conocido cuando daba los primeros pasos de su carrera como narrador. Nunca fui de su agrado por mi conocido sentido de la ironía. Con el pasar del tiempo fui sintiendo, sin pecar de triunfalismo, que había logrado vencerle en todos y cada uno de los torneos a los que nos fuimos enfrentando, si bien es preciso señalar para ser justo, que sin que él lo supiera ni hubiera sido consciente de tal pugna en ningún momento.
En las muchas ocasiones que nos encontramos en lugares no previstos: una conferencia, una reunión de amigos comunes o quizás en la puesta en circulación de un libro, solemos ignorarnos mutuamente. Él siempre me trata con ese aire de superioridad tan propio de personas limitadas y cortas de miras; yo respeto su altura en la tarima y al mismo tiempo no dejo de reírme de él, lo cierto es que su ridiculez no tiene límite ante mis ojos. Por fortuna, sospecho que él no conoce ni uno solo de mis escritos. Soy un perfecto anónimo, un auténtico desconocido en su angosto y mediocre mundo de las letras y yo acepto su ignorancia con enorme agrado. En su haber personal puede anotar un cuento literalmente copiado de uno de los más célebres y emblemáticos de mi país. Debo manifestar que bastó tan lastimoso detalle para descalificarle en mi consideración y convertirle en el sujeto que acabaría por dar forma, desde entonces, a mi enemigo literario predilecto.