“Lo que nos duele o hace daño no es lo que las personas nos hacen. En el sentido más fundamental, lo que nos duele es la respuesta que elegimos por lo que nos hacen”. (Stephen Covey).
No nacemos con odio ni con amor. Los seres humanos somos una especie de tabula rasa, como señalaba Rousseau. Triunfará al que más tiempo le dediquemos. Porque al final, como animales, en gran medida, en el proceso de articulación del salto, merced a la socialización y la cultura, nos hacemos humanos. Somos, en esencia, un producto social. Esa capacidad de elegir entre el estímulo y la respuesta, que es la libertad, intrínseca a nuestra naturaleza, que nos depara el alma humana. Nos sitúa en la trascendencia, en el eslabón del cruce del árbol que nos reditúa en la historia, como especie colectiva que bordeamos más allá del instinto.
Es la cultura como espacio “de creación de lazos y comunidad” la que nos poda, nos matiza y nos permite resituarnos en lo colectivo. La cultura, en tanto que proceso, se expresa y verifica como conducta aprendida, al tiempo que se recrea en el ambiente como forma de cohesión social, y se expande como espacio dinámico de interactuación entre la diversidad y el conflicto. La cultura lo permea todo y es el eje transversal de todo lo humano. Esta allí, en todas las dimensiones y manifestaciones.
Como grupo social, como comunidad, como sociedad, podemos generar, construir una cultura de paz. La cultura de paz es la capacidad de promover valores, actitudes, comportamientos que implica la solidaridad, la cooperación, la colaboración, la confianza, la empatía, la sinergia, la integración, la unión, el optimismo, el pensamiento crítico y la visión de ganar- ganar o no hay trato. La adaptabilidad, la proactividad y la resiliencia. Es el rechazo a la violencia. Es la pertinencia y validez de resaltar la cultura dialógica. La cultura de la paz es el encuentro del equilibrio, allí donde podemos decir “vamos a ponernos de acuerdo para no estar de acuerdo”.
La cultura de la violencia significa desaparecer al otro en todas sus facetas: visible y no visible. La violencia visible se manifiesta de múltiples maneras:
- Asesinato
- Agresión física.
- Violencia sexual.
- Abuso sexual. Violación.
- Amenaza
- Robo
- Atraco
- Asalto
- Delitos de cuello blanco
- Corrupción administrativa, burocracia, a través de la delincuencia política.
- Insultar
- Gritar
- Manipular, mentir, desinformar y la posverdad.
Pero, sucede que por cada acto de violencia visible, que es como el iceberg de un témpano de hielo en el mar, hay entre 15 a 18 acciones humanas no visibles. Entre ellas destacan:
- Humillar a los demás.
- Desvalorizar
- Criticar despeñadamente.
- Despreciar
- Desconocer al otro.
- Ignorar al otro o a los demás.
- Chantajear
- Hacer bullying.
- Disriminar
Somos una sociedad tórrida y horridamente donde aplicamos la discriminación, el bullying y la exclusión social, y esas categorizaciones llevan en el vientre el germen de la violencia. La cultura de la violencia se cimenta y desarrolla en la visión de la “supremacía”, en el creerse superior a sus congéneres. El conservadurismo (llevado al paroxismo: fundamentalismo), sea cual fuere su naturaleza: ideológica, xenófoba, racista, económica, repercute en la violencia. Porque es en esa raíz, en esa mirada retrógrada donde el humano no ve la diversidad, la diferencia, no internaliza y asume la tolerancia. La violencia es la ruta más expedita como mecanismo de confrontación. La conflictividad se convierte para los apologistas de la violencia en su eterno desafío, encanto y agonía. La cultura de la violencia trae consigo enteramente la doble moral, el cinismo, la simulación y la hipocresía social.
Están cosificados en la apariencia, la superficialidad, en el valor de las cosas, en el tener, en la simbología del estatus y no en el saber, en la integridad y en la posibilidad de convertirnos en puente para los demás. La ironía y el contraste superfluo es que somos una sociedad pobre y vulnerable y, al mismo tiempo, aporofóbica (rechazo al pobre nos dice Adela Cortina).
Preguntémonos si no somos aporofóbicos, como es posible que, siendo la séptima economía de la región, de 33 países estemos con la inversión en salud en tan solo 2% del PIB, la más baja si excluimos a Haití. La tasa más alta en mortalidad neonatal (28/16 de la región). La más alta en mortalidad infantil de 1 a 5 años (26/14). Tenemos la mortalidad materna más alta: 107/67. La deserción escolar más espeluznante, donde solo 28 de 100 pobres termina el bachillerato.
De cada 100 jóvenes y/o adolescentes que deberían estar en el bachillerato, solo 50 están en las aulas. Tenemos 22 niñas y adolescentes de cada 100 mujeres embarazadas, ondeando tan amargamente el dolor cual si fuera una invasión del imperio del norte brutal. El promedio de jóvenes sin empleos más alta (29- 30) y, de manera dantesca, como espada de Damocles, el porcentaje de SIN – SIN (sin estudio ni trabajo) desafiliados institucionalmente: 22%. Estos indicadores son fenómenos sociales que conducen a factores sociales, que derivan causalmente en la violencia estructural. Una estructura de poder político-social brutalmente asimétrica.
Ahora bien, si entendemos que la violencia estructural, que descansa en la alta exclusión económica y social, es generadora de la tensión social por los conflictos sociales estructurales no resueltos y la enorme desigualdad, el componente de la violencia permeada por la cultura se correlaciona y propicia el germen de la violencia de manera más permanente, más sistemática. La cultura nuestra, en gran medida, en los últimos 20 años no opera, no obra, como cuerpo que coadyuve a solidificar el bien vivir, el bien hacer y el bien decidir. No estamos en presencia de construir una cultura de la paz que imbrique, enhebre la convivencia cívica, la civilidad. Allí donde se forje el carácter para que este último se soliviante por encima de la apariencia y del discurso.
Miedo, incertidumbre y esperanza son las canteras del desafío humano a lo largo de la existencia humana. Si hoy seguimos aquí es porque la esperanza y con ello, la renovación, destrucción creativa, se ha podido imponer sobre el miedo de la naturaleza humana. La velocidad de los cambios instaló la incertidumbre cuasi como certeza oblicua, contribuyendo a la vida difusa, sin arraigo y de aspaviento, donde la mentira, la desinformación, la manipulación, se dibujan y grafican de manera burda y grotesca.
La cultura de la violencia, caracterizada esta vez por la pamplina, la actitud pedestre y la ramplonería, se hizo visible con la Resolución 13/2023 de la Junta Central Electoral con respecto al 20% por niveles para las reservas, que la dirección de los partidos puede realizar. El artículo 58 de la Ley 33-18 es clara. El artículo 136 de la Ley de Régimen Electoral 20-23 habla de los niveles. La Constitución en su artículo 216 nos habla de la democracia interna, de la transparencia y el artículo 74.4 forja lo que se denomina el bien jurídico a favor de los derechos fundamentales.
Una partitocracia que trilla de manera secular la cultura de la violencia, acumulada en la visión del ratón y de lo que ahora denomino, cuasi vulgarmente, la cultura del “rullío”, que trasciende al pobre materialmente. Es aquel que con los codos trata de romper con atajos, con trapisondas, el logro de “objetivos-metas”, por encima de las leyes, en la cultura del arrebato.
La cultura de la paz se forja como se desarrolla la ética. Ella nos da la trascendencia del salto del árbol a la tierra. Nos coloca la cultura de la paz en la búsqueda de la imaginación, en tanto que proceso. Como nos decía Stephen Covey “Si vivimos de recuerdos, estamos atados al pasado y a lo que es finito. Cuando vivimos de nuestra imaginación, estamos atados a lo infinito”.
¡Una mejor sociedad y un mundo más justo es posible! Esto solo por la construcción de la cultura de la paz. Como nos decía Noam Chomsky en su libro Optimismo contra el Desaliento: “Podemos construir visiones de paz perpetua si llevamos adelante el proyecto kantiano, y de una sociedad de individuos libres y creativos no sujetos a la jerarquía, la dominación, la norma y las decisiones arbitrarias”.