Usualmente en las aulas recurro a la noción de constitucionalismo que esboza Mauro Barberis en su obra Ética para juristas. El profesor de la Universidad de Trieste lo refiere como una doctrina (normativa) de los límites jurídicos del poder político. Estas limitaciones han de ser efectivas, como nos enseña Eduardo Jorge Prats en el primer volumen de su obra Derecho Constitucional, y, citando Mateucci, agrega que se trata de “una técnica de la libertad contra el poder arbitrario”.
Esta idea –de monumental contenido– ha sido el eje central de nuestra historia constitucional, sea que la misma se defienda o que los detentadores coyunturales de ese poder político procurasen disminuirla. A ello se han referido numerosos autores en nuestro Derecho, siendo quizás Flavio Darío Espinal el que ha abordado la cuestión de manera más precisa en su obra Constitucionalismo y procesos políticos en la República Dominicana.
Precisamente en ese contexto, en el escenario de la deliberación pública se ha colocado una vez más el diseño de esas limitaciones efectivas al poder político, en ocasión de una propuesta de reforma constitucional impulsada por el Ejecutivo.
Como bien se sabe, la reforma constitucional es un mecanismo mediante el cual se acuerda el contenido de la Constitución –en cuanto instrumento que garantiza la dignidad humana mediante la limitación del poder y el sistema de derechos fundamentales y sus garantías– en un determinado momento. Es una herramienta en manos del pueblo soberano para que dicho contenido no sea estático, sino que responda a los valores, principios e intereses de la población que regula. Parece claro que la misma puede ser un instrumento importante para la consecución de los fines que el constitucionalismo persigue, o un despropósito frente a los mismos, conforme el uso que el pueblo, defendido o castigado por sus representantes, le dé.
Quizás exista entre nosotros una idea generalizada de que en casi dos siglos de vida republicana esta herramienta ha sido utilizada más veces para imponer el poder político que para limitarlo. Una idea tal, tristemente, no es distante de la verdad. Creo, sin embargo, que hay puntos muy luminosos en nuestra historia constitucional, que demuestran los esfuerzos de nuestro pueblo, una y otra vez, para construir un Estado de Derecho pleno, bajo la idea –tan defendida por Duarte en su proyecto de ley fundamental– de que la sujeción a la legalidad, tanto de gobernantes como gobernados, es el único camino para proteger la democracia que nos ha costado tanto.
Me parece conveniente que hoy, mientras se discute en foros académicos, políticos y sociales la conveniencia de la propuesta de reforma constitucional, miremos a nuestra historia y recordemos los pasos dados; que veamos tanto las oportunidades que hemos perdido como los avances que hemos logrado. Creo oportuno, por lo señalado, que nos preguntemos cómo han coadyuvado a la separación y organización del poder nuestras reformas constitucionales.
Ricardo Fonseca, en su obra Introducción teórica a la Historia del Derecho (Madrid, 2012), sostiene que un “análisis teórico de cualquiera de las ramas del derecho debe ser atravesado por la historia (dado que los conceptos e instituciones jurídicas están también empapados de historicidad) y que su buena comprensión depende de su adscripción temporal”. Pienso que tiene sobrada razón al pensar así, por lo que pretendo ver, en las próximas entregas y en las líneas generales que el tiempo y el espacio me permitan, cómo se ha construido, en 178 años de historia, la relación entre constitucionalismo y reforma constitucional en nuestra patria.
Paolo Grossi, en su fantástica obra Mitología jurídica de la modernidad, (Madrid, 2003), lanza un reto imponente al sostener que el historiador del derecho está llamado a ser “la conciencia crítica de la sociedad.” Propongo que, en la medida en que el debate avanza, esa conciencia crítica la tengamos y la seamos, cada uno de nosotros.