En un reciente artículo (25-09-22) mencioné rápidamente algunas de las consecuencias económicas de una eventual repatriación masiva de inmigrantes haitianos.
Esta vez paso a comentar, también muy rápidamente, algunas de las consecuencias político-sociales que podría tener esta medida.
De entrada, tendríamos que pensar en cómo ejecutarla.
Vayamos de lo más sensato y prudente, a lo más insensato y brutal.
Lo más sensato sería recurrir a la ley. Esto es lo que se ha venido haciendo durante años, aunque no acogiéndonos estrictamente a lo que ella establece, al protocolo establecido. Pero admitamos que las repatriaciones que sistemáticamente se vienen realizando entran en ese marco legal.
Según la Dirección General de Inmigración, entre enero y junio de 2022 se realizaron 57,764 repatriaciones de haitianos. De manera, que a lo sumo podríamos aspirar a unas 120,000 repatriaciones al año, poniendo a funcionar la maquinaria legal de repatriación a toda capacidad.
A ese ritmo, nos tomaríamos cinco años para repatriar a unos seiscientos mil inmigrantes, partiendo del supuesto de que no dejemos entrar uno más. Pero sabemos que eso es imposible, ni siquiera los Estados Unidos, que cuenta con todos los recursos imaginables, logra tal eficiencia.
Veamos el resultado de nuestras repatriaciones, basándonos en los datos fiables de las dos encuestas nacionales de inmigración.
Sé que quienes acogen el discurso de los nacionalistas no aman estas cifras contrarias a sus estimaciones (un millón en décadas pasados, dos o tres millones en la actualidad). Nadie ha podido explicar qué método de cálculo utilizó para llegar a estos resultados.
Pero para los fines de este comentario a todos nos conviene dejar de lado las estimaciones de los nacionalistas, porque si ha sido impracticable repatriar a un poco más de medio millón de haitianos, ni imaginarse lo que sería repatriar a tres millones, que representan el 27% de todos los habitantes del territorio nacional. Una tarea gigantesca.
Pues bien, la primera de las dos encuestas nacionales, la ENI-2012, estableció que en el momento de su realización había en el país 458,233 inmigrantes haitianos (nacidos en Haití). Mientras que la segunda, la ENI-2017, registró la existencia de 497,825, para una variación de 39,592.
No hay que ser un genio para concluir que una buena parte de las decenas de miles de personas que se deportan anualmente vuelven a entrar y que cada año se suman muchos otros que vienen por primera vez.
Conociendo ya el resultado de las repatriaciones, pasemos ahora a lo que nos reportaría el empleo de los métodos extremos, brutales, en caso de ser empleados.
Descartemos la eventualidad de un genocidio, inimaginable en pleno siglo XXI y en América. Esto expondría al país no solo a la condena de la Corte Internacional de Justicia, sino también al aislamiento internacional, a un sinnúmero de sanciones económicas y hasta una posible intervención extranjera.
Quedaría la opción de la limpieza étnica, que no es lo mismo que el genocidio, pero parecido, porque implica también la utilización de la fuerza o la intimidación para hacer desaparecer de un territorio dado a todas las personas pertenecientes a un grupo de étnico determinado (cosa que no se hace sin dejar detrás una hilera de muertos).
Con esta práctica también nos expondríamos a la condenada del Tribunal Penal Internacional, de la Corte Internacional de Justicia y la Corte Penal Internacional, así como al aislamiento internacional y a sanciones de todo tipo. Catastrófico para un país que tiene como base de su economía sectores tan sensibles como turismo, remesas y exportaciones de zonas francas. La inestabilidad económica que tal medida acarrearía se traduciría rápidamente en inestabilidad política.
Pasemos ahora a comentar brevemente las consecuencias sociales.
Los migrantes, no son simples números, el medio millón de las encuestas nacionales o los tres o cuatro millones de los nacionalistas, son personas de carne y hueso, y con un alma (sí, los haitianos también tienen un alma).
Y estos, donde quiera que se establecen, desarrollan sentimientos de pertenencia al nuevo país, relaciones sociales y afectivas, y se aferran a los bienes, grandes o pequeños, que allí logran crear.
Desvincularlos de un porrazo de esos sentimientos, relaciones, bienes e intereses creados, crea una fractura, un drama humano, tanto para los migrantes como para las personas y los grupos a los que allí están vinculados.
Por mi propia condición de inmigrante, que como los haitianos en RD pasé algunos años en condición de ilegal en el país donde vivo, pero que terminé echando raíces en él, como también la mayoría de los haitianos en RD, no quisiera ni imaginarme que de repente alguien venga a decirme que recoja mis corotos y me marche para el país donde nací y viví mis primeros veinte y tantos años, pero donde ya la mayoría de mis familiares cercanos han muerto y no tengo ni solidas relaciones sociales ni bienes.
Sería traumático para mí, para la gente de mi entorno y para las instituciones, grupos y personas con las que he cultivado relaciones y sentimientos de afectos.
Por suerte para mí, eso, posible en nuestra paradisiaca isla caribeña, es inconcebible en Canadá, el país donde vivo.
Como una pequeña muestra del respeto que tiene este país por sus inmigrantes y de su capacidad para integrarlos en condiciones de ciudadanos de plenos derechos, tanto en la federación como en las provincias (que también son verdaderos estados) hay decenas de ministros y parlamentarios nacidos en el extranjero o hijos de inmigrantes, dentro ellos varios haitianos. No hace mucho tiempo que Michaëlle Jean, una canadiense hija de haitianos y nacida en Haití, donde vivió toda su infancia, fue la Gobernadora General de Canadá (la jefa del estado), y el primer canadiense francés en devenir miembro de la Academia Francesa de la Lengua es el escritor Dany Laferrière, también hijo de haitianos y nacido y criado en Haití.
Con esto no estoy sugiriendo que imitemos a Canadá en el tratamiento que acuerda a sus inmigrantes, sé que no tenemos ni sus recursos ni su cultura democrática, pero busquemos para ellos una solución que, sin dejar de tener en cuenta nuestra capacidad para acoger solo a una cierta cantidad (a nadie se le ocurre pensar que sería a medio Haití), reconozca su condición de personas con derechos, independientemente de que tengan documentos o no.