En una de las páginas de su libro titulado Los paraísos artificiales, el poeta francés Charles Baudelaire afirma que Dios protege a aquellos a quienes ama de los malos libros. No me interesa discutir si esto es verdad o no, sino que, para contribuir al incremento de la confusión general, diré exactamente lo contrario, o sea, que Dios se hace sentir en aquellos que ama enviándoles libros excelentes.
Y esta mañana, un milagro de este tipo me llegó de manos de un Uber Motor llamado Jody en la forma de un libro de pequeño formato publicado en la colección Carta de Ruta bajo el sello Luna Insomne que dirige el también poeta Luis Reynaldo Pérez. Me refiero al libro de Ronny Ramírez titulado Condeno la noche y sus perros de caza, el cual cuenta con 66 páginas divididas en tres secciones tituladas “Sueños desde mi cubículo” (de 10 poemas); “Bajo el candor de la ciudad” (con 12 poemas), y “Un poeta contra el fin del mundo” (de 10 poemas).
Ya se sabía de antes, pero es casi seguro que en esta época hace falta repetirlo: la poesía no tiene “temas” si de verdad es poesía. Para saber si algo es un poema sólo hay que ver lo que su lenguaje le hace a la vida, pero no a cierta “idea de la vida” (social, política, filosófica o religiosa) que las personas ebrias de sí mismas terminan haciéndose desde que comienzan a sentirse “importantes”, sino, básicamente, a esa especie de plataforma mental que asume la misma forma de nuestro tiempo sobre la tierra. Por esa razón, ni siquiera intentaré decir que los 32 poemas de este libro de Ramírez se arraigan en una misma lógica o razón para la cual otros han inventado adjetivos como “urbana”, “cotidiana” e incluso “social” sin que resulte posible saber si estos términos se refieren a los “temas” o a los poemas.
Más importante, en efecto, sería intentar determinar de qué instancia emanan estos poemas de Ramírez, y de esto cada lector está llamado a dar su propia cuenta. Por eso, aclaro que lo que escribo en este artículo es apenas una parte de la mía, pues, como he dicho, acabo de recibir este libro y, sin apenas haber terminado de leerlo por completo aquí me veo redactando estas líneas (ya antes he dicho que, para mí, los buenos libros son aquellos que me ponen a escribir, y no necesariamente acerca de ellos). Leo así el inicio del primer poema de este libro de Ramírez, titulado “Aniversario”: Burdo autómata de cubículo, camisa y horario:/ hace un año le sonreíste al carnet por primera vez/ y hoy te manejas con prisa, deudas e hígado graso (p. 13).
En lo inmediato, se impone negociar con la tentación de asociar la situación en que se encuentra el Yo-lírico en este poema con la de los poemas que Luis Manuel Ledesma reunió en su libro Facturas y otros papeles cuya primera edición (parcial) data de 1974 y la segunda de 2009. Esto así porque la única relación entre aquellos poemas y los de Ramírez es el tema y, como he dicho, la poesía no se hace con “temas” sino, como decía Mallarmé, con palabras. Pero esas palabras que hacen y le dan al poema su forma y su sentido se inscriben siempre en una determinada práctica vital que le asegura al poema su autenticidad, término este que no equivale necesariamente a “originalidad”). Así, si lo que importa es saber qué es lo que el lenguaje del poema le hace a la vida, al leer un poema hay que saber preguntarse primero qué es lo que la vida le hace al lenguaje. El poeta pone su vida, y la vida le aporta su lenguaje. Y si el lenguaje es la vida, las fichas pueden invertirse, pero el resultado siempre será el poema.
Ronny Ramírez aporta en estos poemas un posicionamiento (ethos) particular. Nacido en 1994, este libro aparece el año en que el poeta cuenta con apenas 30 años, pero ojo: este dato es apenas punto menos que anecdótico, pues la madurez de la visión que el poeta lanza sobre el mundo laboral y social es lo primero que aflora a la lectura. No en vano el poeta pertenece a ese segmento de la llamada “generación Z” que ingresa precoz y exitosamente al mundo laboral para luchar contra el proceloso oleaje donde zozobran los representantes de varias generaciones que les antecedieron. De ese modo, sólo a partir de haber tomado consciencia de esta lucha pudo Ramírez haber escrito, en el inicio de su poema titulado “Dientes de león” (el segundo del libro), lo siguiente: Me suplican que cuide mi empleo porque la calle está dura./ Me lo dicen con lágrimas que aprietan como cálculos en un riñón./ Estoy entre los que suplican/ porque he estirado mi sueldo/ hasta que me tiemblan las rodillas/ y conozco el terror de amanecer como un parásito (p. 15).
Dicha consciencia es, pues, uno de los principales puntales del ethos o posicionamiento al cual me refería más arriba, para el cual tal vez no desentone demasiado emplear el término existencialista, a sabiendas de que toda auténtica poesía es refractaria a las etiquetas. No obstante, es un determinado sentido del decir-vivir lo que prima en este posicionamiento que, por momentos, asume algunos de los rasgos textuales de una retórica de otras épocas como en estos versos del inicio del tercer poema, sintomáticamente titulado “Compañeros”: Entre el café y el día de pago/ celebramos las cuentas de la vida y sus reveses./ De repente y sin aviso noto que ustedes/ ocupan todo mi reloj,/ y llegamos a confiar —a veces—,/los sueños más crudos, gratificantes e inesperados (p. 17).
¿Para qué sirve la poesía, sin embargo, si no es para tender puentes de presente entre dos ausencias paralelas? Los eternos enemigos de la poesía pueden seguir creyendo que ya todo está dicho, pues lo único que verdaderamente importa es que esos puentes resistan el paso del tiempo. Y, al menos desde mi punto de vista, los poemas de Ramírez resistirán mientras la fuerza siga siendo lo único que puede oponerse al Poder y vencerlo, tal vez porque el deseo constituye una de sus principales materias primas. Deseo que se manifiesta tanto por medio de invocaciones chamánicas (Quiero una casa donde pueda tener la luna /como un calcetín de Navidad,/ pero las monedas bailan en mi alcancía/ hasta volverse polvo, “Sueño con una casa”, p. 18), como por el ímpetu negador de toda inmediatez que la alienta (Estoy en una carretera bordeada de montañas/ hasta que alguien tira de la palanca,/ y debo retornar a mi escritorio/ con la melancolía de dejar otro viaje pendiente/ tengo que desprenderme de la niebla del paisaje/. Y aceptar el aire acondicionado, “Una flor en mi bolsillo”, p. 21).
Sartre no inventó la náusea existencial. Esa sensación de haber sido “arrojado” al mundo ya había sido enunciada por Kierkegaard e incluso teorizada por Unamuno en los términos de un “sentimiento trágico de la vida”. A partir de Sartre, sin embargo, en su aprovechamiento por parte de escritores y poetas, esa sensación (estado de ánimo, posicionamiento podrían ser otros términos intercambiables) no ha perdido a través de los años un solo ápice de su poder de figuración. Lo que sí cambia de autor en autor son las coordenadas de esa tragedia a la que cada uno de ellos se refiere. En el caso de Ramírez, esa tragedia parece hallarse del lado de cierto malestar que con frecuencia se observa en el origen de su escritura. Así, en el poema titulado “Deshoras” leemos: Disfruto el teatro de quienes barajan los destinos/ de este trozo del Caribe/ y hasta sonrío cuando me piden/ que deje ir otro día por el sanitario (p. 24), y en el que se titula “Arte poética”: Estoy lleno de ratas, y solo me desvelo/ escuchando cómo gangrenan mis entrañas/ mientras reniego de toda divinidad/ que ofrezca un poco de consuelo (p. 27).
Tengo para mí que la poesía se acabó el día en que el mundo se quedó sin escandalizables. No me refiero por supuesto (aunque tal vez debería) a la sentencia de Th. W. Adorno según la cual “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, sino al hecho, ya trivializado por los memes y los influencers, de que vivimos en una época de valores líquidos en la que todo puede ganar y perder valor en el mismo momento y con la misma intensidad. Se gana aquello que se pierde: la vida a cambio de dinero, el dinero a cambio de nuestro tiempo, el tiempo en busca de realizar nuestros deseos, etc. Y sin una clara idea del valor, explícamelo tú que todo lo sabes, ¿en qué cuernos se convierte la poesía?
Yo nada sé, por supuesto, aparte de que esta publicación de Ronny Ramírez es un libro de poemas importante. Muy intenso, es decir, de una gran fuerza que no dejará de percibir ningún lector que se asome por sus páginas. Personalmente, me permito felicitar tanto a este joven autor como a su editor, el poeta Luis Reynaldo Pérez, en la seguridad de que ambos no tardarán en ver reconocidos los frutos de su trabajo. No han de perder de vista, sin embargo, que nadie sale incólume de un encuentro cercano con la poesía, ni en esta época ni en ninguna otra. Espero que ambos me comprendan.