En Ética suele hablarse de vulnerabilidad entendiéndola como una característica constitutiva de la condición humana, pero existe otro tipo de vulnerabilidad a la que quiero referirme en este escrito, más relacionada con nuestra dimensión sociológica e incrementada a partir de la revolución digital.

Me refiero al hecho de que somos seres con una imagen de nosotros mismos construida colectivamente y que puede potenciar nuestro desarrollo como personas o condenarnos a la muerte social.

En el pasado siempre hubo dicha posibilidad, pero con la existencia de las redes sociales la posibilidad de proyectar o de destruir la imagen o la reputación de una persona se incrementan a dimensiones desconocidas.

Si bien hoy día cualquiera puede accesar a una red y generar una cadena de comentarios infames, lo más grave es la existencia de una serie de nuevos agentes de la comunicación con una gran responsabilidad en la cadena de la transmisión informativa. Son los Podcasters, que reemplazan a los comunicadores tradicionales y a los intelectuales como forjadores de opinión pública.

Sin ser especialistas, pero con habilidad retórica, son depositarios de una serie de prejuicios pre-ilustrados y se comprometen en muchos casos con causas retrógradas, como defender el rol subordinado de la mujer en el pasado, o promover la xenofobia y la política del odio. Sus opiniones alcanzan una gran cobertura e impactan en la sensibilidad y en los juicios de sus numerosos seguidores.

Sin conocimiento de causa, tomando como insumo una simple declaración que les ha llegado por redes o por vía de allegados, son capaces de sermonear, “argumentar” y “criticar” contra toda filosofía que consideran opuesta a su agenda, sus intereses o sus prejuicios y de la que distorsionan sus principios básicos.

Con las mismas agallas, estos sofistas digitales son capaces de linchar mediáticamente a cualquier individuo en nombre de una moral y buenas costumbres que ellos mismos se encargan de contradecir en el Podcast de la semana siguiente.

En un santiamén, elaboran un retrato distorsionado de la persona condenada, un rostro grotesco, una máscara dibujada de fealdad y de maldad.

Cuando se muestran las evidencias de que el culpable no lo es tanto, ¿cómo se recupera la reputación aplastada? ¿Quién pide perdón? ¿Quién le auxilia en esos momentos de vulnerabilidad? ¿Quién recupera la humanidad del condenado?

Intencionada o inconscientemente, los difamadores de micrófono se han convertido en amplificadores de un pensamiento retrógrado, autoritario y manipulador que se propaga peligrosamente en una sociedad con arraigada tradición cultural conservadora y propagan en nuestras instituciones educativas la cultura de la cancelación.

Entonces, recuerdo la sentencia de Jean Paul Sartre: “El infierno son los otros”.