Aunque nuestro sistema locomotor permita el movimiento de nuestro cuerpo, fallecemos si vivimos sin propósito, pues sin este la vida no tiene sentido.
Morimos tantas veces que deberíamos vivir; estamos muertos cuando aplazamos los amores; dejamos la vida cuando alejamos el encuentro con la familia y los amigos.
Perecemos cuando rodamos el viaje; cuando prometemos leer mañana el libro que hemos apartado.
Expiramos cuando ignoramos la naturaleza, los animales y el universo, tan esplendorosos que nos hacen recordar que compartimos con ellos la vida en plenitud.
Sucumbimos si prometemos comer mañana, frugal, balanceada y saludablemente; si juramos dar pronto un abrazo a nuestros padres y madres, hermanos, primos y familiares, carnales o espirituales.
Fenecemos si aseguramos darle más tarde un abrazo y decirle te quiero o te amo a nuestras parejas e hijos.
Perdemos la vida si aseguramos gestionar la salud de nuestro cuerpo y que nos ejercitaremos la próxima semana.
Pasamos a “mejor vida” si afirmamos que pronto seremos solidarios con nuestros familiares, amigos y seres necesitados de amor, compasión y generosidad espiritual, moral y económica.
Morimos cada vez que dejamos que nuestro pueblo y nuestro país estén pronto en manos inadecuadas.
Nos apagamos cada vez que no hacemos hoy lo que sea mejor para los demás y nuestra patria.
Despreciamos la vida cuando desairamos en cada momento a los pobres y necesitados y cuando menospreciamos a quienes sufren por causa de discriminación, enfermedad o en prisión.
Dejamos de vivir cuando ultrajamos ahora nuestra cultura, lo que somos y nuestros valores.
Caemos cuando somos siempre indiferentes a la política, la educación, la salud y la economía, factores determinantes en la determinación del Índice de Desarrollo Humano de nuestro país.
Se nos acaban nuestras vidas cuando no nos importa la calidad del desarrollo humano, ni la brecha de género a lo largo del ciclo vital, ni el empoderamiento de la mujer.
Nos vamos de este mundo cuando hacemos mutis frente a los retos de la sostenibilidad ambiental y socioeconómica.
Concluye nuestra vida cuando la inseguridad ciudadana y la esperanza de vida no nos preocupan, como tampoco las tasas de alfabetización y de matriculación estudiantil, ni la asistencia ni la repitencia escolar.
Se exinguen nuestras vidas cuando nos importan un comino los míseros o bajos ingresos de los sectores más desposeídos de la población.
Clausura nuestro ciclo vital si hacemos oídos sordos a las bajas tasas de ocupación, al desempleo y a la informalidad.
Finalizan nuestras vidas cuando desdeñamos la opacidad, la corrupción, la impunidad y la irresponsabilidad de nuestros mandatarios.
Caducan nuestras vidas cuando las elecciones y las grandes decisiones del país no nos llaman la atención ni mueven nuestra participación.
En fin, se marca nuestro final en esta vida cuando somos insensibles, indolentes, tibios y apáticos ante la falta de bienestar general, y especialmente, de los sectores marginados y objeto de discriminación del país.
Vivir es un privilegio, desdeñarlo es un vilipendio a la creación, al Sumo Hacedor o a aquello que hizo posible que estemos reconociendo que aún no nos ha llegado la muerte, tan insondable e irremediable que nos obliga a no postergar la necesidad de una vida con propósitos personales y comunitarios y a no desaprovechar el presente, aquí y ahora, ante la constancia de la fugacidad del tiempo.