Aviesa, ligera y carente de aval teórico resulta, a ojos vista, la visión que asume la Comunicación Gubernamental como algo accesorio y gasto innecesario. Y, de paso, desprecia a periodistas que prefieren pausar en el agotador trabajo de las redacciones para probarse como servidores públicos en labor tan compleja y poco valorada.
La CG no es accesoria, ni es un gasto, ni debería ser prescindible cuando urja reducir presupuestos, como en estos tiempos de COVID-19. Sus planificadores tampoco son “bocinas”, ni menos profesionales que otros.
El proceso de putrefacción de los contenidos de la radio y la televisión y el dominio del mercenarismo comunicacional, en general, son “otras quinientas”. Es de muy mala leche, por tanto, tratar de confundirlo con la CG y el derecho de los profesionales a ejercerla.
El desastre de la oferta mediática ha sido resultado de dueños de medios socialmente insensibles, sin remordimiento ético, trabajadores incansables por el desdibujamiento del periodismo con la contratación de cualquier persona poseedora de una boca para hablar duro y chantajear a empresarios y políticos, o dinero para garantizar el arrendamiento de espacios.
Tal práctica perniciosa ha sido patrocinada por empresarios de pedigrí dudoso y, desde los gobiernos -eso sí- por ministros y directores generales, con millones de pesos del erario con tal de ocultar sus andanzas y proyectarse como dioses.
Busquemos las causas de la perversión donde realmente vive, porque ni tan ocultada anda.
La CG es otra cosa. Imposible pensar a un gobierno mudo. Sin comunicación, no existiría. Ni él, ni sus obras. Es vital la comunicación entre gobernantes y gobernados, con los colaboradores de las instituciones, los grupos de interés, la sociedad en general.
Se trata de procesos complejos que no se agotan en el periodismo ni en la relación con medios y periodistas, aunque la contienen. Y nada tienen que ver con cabildeos de apologías inmerecidas a funcionarios en páginas de algún periódico u oralizadas a través los instrumentos de difusión colectiva electrónicos, que sí son un gasto evitable.
Tal complejidad debe ser gestionada profesionalmente para disminuir los riesgos de entropía. Una responsabilidad mayor así requiere de gran inversión y de verdaderos profesionales, bien pagados.
Conforme esos criterios, los salarios en el Estado siguen mediocres respecto de otras categorías. Y las oficinas donde despachan los profesionales de la comunicación siguen relegadas a un tercer plano en los edificios de las instituciones, salvo excepciones. Son como un cumplido porque –históricamente- muchos funcionarios miopes se creen sabelotodo y ven la comunicación como el resultado de sus figureos mediáticos payoleados.
Aunque actores mediáticos, buscando la quinta pata al gato, se quejen de una supuesta competencia desleal al asignar “grandes salarios” a periodistas para sacarlos de las plantillas de las salas de redacción de los medios, urge una nueva conciencia sobre el valor de la comunicación. Hay que asumirla por siempre como un componente fundamental imprescindible de todos los procesos institucionales. Y eso cuesta mucho dinero.
Lo otro sería dar palos a ciegas, o sea, supeditarse al enfoque tubular que circunscribe la CG a los vaivenes de la masiva, que es sólo uno de los componentes del abanico de posibilidades del entramado comunicacional, a menudo endiosado de manera intencional. O llevarse del cuento de camino tan socorrido en este patio de que un gobierno no necesita invertir en políticas y planificación de la Comunicación.
Queda el dilema: o se accede al chantaje, o se avanza por el camino correcto.