En uno de esos ejercicios -por cierto, nada placentero, por lo que allí se tiene que ver y oír- de cambiar canales de televisión buscando opiniones prevalentes y conociendo quienes opinan, me ha quedado claro (aparte de la enorme cantidad de canales y comunicadores existentes) el uso permanente del relativismo entre no pocos opinadores, tanto de viejas como de nuevas generaciones. Un relativismo igualmente prevalente en las clases gobernantes y vigente en estratos importantes de la población, hábito nada saludable para el desarrollo social e institucional de esta o cualquier nación.

“El relativismo es una posición filosófica que niega la existencia de verdades absolutas”. En otras palabras, considera el saber como incompleto y sostiene que el conocimiento humano es relativo. Esa es una definición académica discutida entre pensadores y filósofos.

El relativismo al que me refiero es parecido, porque niega una división precisa entre el bien y el mal, lo legal y lo ilegal, y descalifica el castigo. Todo es relativo. Llevan al público al “deja eso así” y saben vendérselo bien. Insisten en describir cualquier acusación como interesada o malintencionada: “vainas de la política”. Hay que considerarlos promotores de un “laissez-faire” que racionaliza favorablemente las fechorías de los poderosos.

No practican el nihilismo, pues creen en achicar delitos y evitar castigos; tampoco es que sean sofistas, dado que no se esfuerzan en convertir mentiras en verdades (a eso se dedican las “bocinas” y, por supuesto, los abogados penalistas).

Lo suyo es transformar lo trascendente en intranscendente. No es que sean cómplices de las violaciones que endulzan, ni mucho menos fanáticos de lo que defienden, todo lo contrario: practican un pragmatismo racional buscando ventajas a su favor. Tampoco podemos señalarlos de psicópatas: el comunicador relativista tiene sentimientos y conoce el bien y el mal.

No es raro sorprenderlos agenciándose ventajas propias solapadamente; saben sacarle provecho a Dios y al Diablo. La gente les tilda de “truchimanes”, ajenos a lo que no ataña a estatus y fortuna propia. Estos maquillistas de faltas graves no suelen recibir el pago mensual de “las bocinas”, pues utilizan diferentes maneras de pasar recibo. Rara vez se arriesgan al cuerpo a cuerpo con quienes detentan el poder político o económico; ni juicios ni acusaciones salen de sus bocas contra esos grupos, solamente delicadezas y acomodos. Esos relativistas practican un cinismo indulgente, despreocupado del futuro de la sociedad en que viven.

Lo descorazonador es que están lejos de ser una excepción: esa lenidad también se encuentra en gran número de ciudadanos, y, por supuesto, en nuestros políticos. La diferencia es que, por estar en los medios de comunicación, sus opiniones llegan a miles de personas. De ahí, que resulten peligrosas sus posiciones ambivalentes, ya que aumentan la proclividad ciudadana a esconder la verdad, a no esperar el castigo de los grandes delincuentes, y a mirar con indiferencia las instituciones. Ocasionan el surgimiento y solidificación de otros valores, como “lo correctamente político”, “lo que es conveniente”, “lo que me hace quedar bien”, “lo que es más fácil, etc.

De tal forma, que esos promotores del “deja eso así” tienden a prestarle poco interés a las leyes y su cumplimiento. Directa e indirectamente promueven la impunidad y el “status quo”; convencidos de que no mejoraremos el pasado y, por eso, lo inteligente, es dejarlo todo igual. Claro, siempre y cuando llegue algún beneficio de su postura relativista.