Las recientes acusaciones contra el pastor Johan Manuel Castillo Ortega, imputado por la violación sexual de dos hermanas y presuntamente otras niñas en la iglesia que dirigía en Los Alcarrizos, han sacudido profundamente la conciencia pública. Este escándalo no solo pone de manifiesto la vulnerabilidad de las niñas y mujeres dentro de contextos de poder, sino que también expone la hipocresía del conservadurismo y ciertos sectores de la derecha al no rechazar contundentemente tales agresiones.

En primer lugar, es imperativo mencionar la Ley 136-03, el Código para la Protección de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes en República Dominicana, que establece un marco legal claro para la protección de los menores contra cualquier forma de abuso y explotación sexual. Este caso evidencia una grave violación de esta ley y destaca la necesidad de reforzar su aplicación. El artículo 25 de esta ley resalta el derecho a la integridad personal, la cual incluye la protección contra cualquier forma de agresión y explotación sexual.

Además, es necesario subrayar la responsabilidad del Estado en la protección de los derechos de los niños y adolescentes. El artículo 8 de la Ley 136-03 establece que es deber del Estado garantizar que los menores vivan libres de violencia y abuso. Las instituciones encargadas de la protección infantil, como el Consejo Nacional para la Niñez y la Adolescencia (CONANI), deben tomar medidas más proactivas y efectivas para prevenir y responder a estos abusos. La falta de acción contundente por parte de estas instituciones también refleja una carencia en la implementación efectiva de la legislación vigente.

Cabe destacar que en República Dominicana no existen estadísticas oficiales sobre la violencia sexual perpetrada por personas religiosas, lo cual pone una sombra en la eliminación y erradicación de la violencia sexual en este contexto.

La autonomía del cuerpo de las niñas y mujeres es un derecho fundamental que ha sido históricamente ignorado y violado, especialmente en entornos donde el poder y la autoridad son ejercidos sin cuestionamiento, como en algunas instituciones religiosas. La psicóloga y activista mexicana Marcela Lagarde señala que la violencia sexual es una forma de control y dominación que perpetúa la desigualdad de género. En el mismo sentido, el sociólogo argentino Gabriel Kessler argumenta que la cultura patriarcal y la desigualdad estructural son factores determinantes en la perpetuación de la violencia contra las mujeres y las niñas.

El caso de Castillo Ortega es un claro ejemplo de cómo las figuras de autoridad, amparadas por una fachada de moralidad y rectitud, pueden perpetrar actos de abuso bajo la impunidad otorgada por su posición. La hipocresía del conservadurismo y ciertos sectores de la derecha es evidente en su tibia o inexistente condena hacia estos actos. En muchas ocasiones, se observa un silencio cómplice o incluso una defensa encubierta de los perpetradores, bajo el pretexto de preservar la imagen de la institución religiosa.

En República Dominicana, la falta de un repudio contundente por parte de la comunidad religiosa hacia estos actos de abuso es alarmante. Este silencio o minimización de las agresiones no solo perpetúa la impunidad, sino que también envía un mensaje peligroso: el de la complicidad. Cuando las masas religiosas no condenan de manera clara y firme las agresiones sexuales cometidas por figuras de autoridad dentro de su comunidad, se convierten, de manera indirecta, en cómplices de estos crímenes. Este proceso de apoyo implícito se traduce en una normalización de la violencia y una falta de protección efectiva para las víctimas.

La socióloga chilena Teresa Valdés ha destacado que “la estructura jerárquica y patriarcal de muchas instituciones religiosas crea un entorno propicio para el abuso de poder y la violencia de género”. En este contexto, la falta de una reacción enérgica por parte de la comunidad religiosa dominicana no solo refleja una falla moral, sino también una crisis de valores fundamentales. La ausencia de una condena rotunda y la defensa de los perpetradores bajo el manto del liderazgo religioso refuerzan la idea de que las niñas y mujeres no merecen una protección plena y que su sufrimiento es secundario frente a la reputación de la institución.

Es crucial que la sociedad, y en particular los sectores que abogan por valores conservadores y religiosos, adopten una postura clara y firme contra cualquier forma de abuso sexual. La defensa de los derechos de las niñas y mujeres debe estar por encima de cualquier interés institucional o ideológico. La protección y el respeto por la autonomía corporal de todas las personas, especialmente las más vulnerables, es un principio básico de cualquier sociedad justa y equitativa.

El caso del pastor Castillo Ortega debe servir como un llamado urgente a la reflexión y acción. La implementación efectiva de leyes como la 136-03, la denuncia y condena inequívoca de los abusos sexuales, y el reconocimiento y respeto por la autonomía del cuerpo de las niñas y mujeres son pasos indispensables para construir una sociedad más justa y libre de violencia. La hipocresía y la complicidad no pueden tener lugar en una sociedad que aspira a la igualdad y la justicia.